Hola,
mi nombre es Lucero Belén Argañaraz. No, así no. Soy Lucero, tengo 20 años… No,
no. Tampoco. Para empezar a presentarme, lo primero que hay que saber, es que
no me gusta hablar de mí. Lo segundo, es que soy una persona que hace lo que
debe, y esto lo tengo que hacer. Además, según mi mamá soy tramposa, aunque yo
lo llamo pensamiento lateral: por ejemplo, en este trabajo no debo usar ciertas
palabras, pero yo me siento tentadísima de usar sus sinónimos: aprender, hogar,
fantasear. Mejor que lo aclare, ¿no? Mirá si termino no aprobando por eso.
Siempre
me mando alguna viveza criolla que termina saliendo mal: El lunes pasado estaba
caminando por Corrientes yendo a una entrevista de trabajo. Estaba re pituca.
Como siempre, las veredas desbordaban ¡No se podía caminar! Entonces me mandé
por atrás del kiosco de revistas. Claro, no salió bien: me tropecé con una
bolsa de basura enorme y me fui de cara al piso. Resultó ser que eran los
desechos del restaurante de la esquina, por lo que mi ropa, gracias a mi
avivada, se ganó manchas de tuco, de pollo,
de vino, de asado... Las medias
corridas, despeinada, sucia. ¡Una vergüenza! Sin embargo, ya lo dije, hago lo
que tengo que hacer, así que fui igual a mi entrevista.
Cuando
llegué me encontré con que, para colmo, no había luz… ¡y la oficina quedaba en
el undécimo piso! Tomé una gran bocanada de aire, pero sin abrir mucho la boca.
No la suelo abrir mucho porque una vez, cuando era un bebé no tan bebé, estaba
en el patio con mi perra, y una abeja me entró en la boca, me picó la lengua y
se fue volando. Por eso no creo en lo que dicen respecto de que la abeja se muere al picar… En fin, respiré
hondo y emprendí la subida. Ya en el 11D, toqué timbre y me atendió una chica
pecosa, muy hermosa. Soy de las que piensan que una cara sin pecas es como un cielo sin estrellas. Amable,
la muchacha me invitó a tomar asiento. Fue extraño que ni se fijara en mi
aspecto, como si nada me hubiese pasado. Esperé un minuto. Desde la oficina de
la derecha se escuchó a un hombre de voz aguda diciendo “Helena, hacela pasar”.
Cuando entré, le pasé la mano para saludarlo. Me miró inquisidor, no preguntó nada y me saludó. Estuve casi dos
horas hablando con él, pero no tocó el tema de mi apariencia, a pesar de que
olía a reunión de amigos un sábado por la tarde, con mucha comida y alcohol. Bla, bla, bla, “Nos vamos a
comunicar con vos. Hasta luego”. Me dí vuelta, abrió la puerta, le sonreí. Me
sorprendió con un último comentario: “Cuando llegues, ¡poné todo en el lavarropas!”.
Al
trabajo lo conseguí, ¡por un pelito!
Pero ahora trato de tener más cuidado con mis trucos.
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