jueves, 31 de octubre de 2013

Ella es bailarina

Todos los años viajamos a Formosa. Todos los años mi familia nos espera en la puerta de la casa de mi abuela para saludarnos. Todos los años entramos y respiramos el olor de allá: humedad y calor, un poco de polvo y ese no sé qué que tiene cada hogar.  Siempre hay cambios: una mesa más acá, unas cortinas nuevas, un aire, la pared pintada, la habitación donde paramos remodelada… La foto que estaba acá está allá, la de tal primo quedó un poco más atrás, a un portarretrato se le rompió el vidrio y anda medio descuajeringado, un dibujo más de María José, algún adorno nuevo, el soldado, la virgen, el Sagrado Corazón de Jesús, las sillas… y la bailarina de flamenco.
Morena de piel, cabellos oscuros. Ojos negros delineados con el mismo color. Argollas en las orejas, plateadas. Un velo negro y un detalle rojo en la coronilla. Alta, estilizada. El vestido amarillo, ese amarillo de la yema del huevo. Perfecta. El modo en que el color de su ropaje contrasta con su piel, los ojos grandes, penetrantes, el negro de su velo cayendo sobre el vestido. Está parada, excesivamente erguida, una mano en su cintura y la otra en alto, llamándote... Siempre apoyada en alguna estantería, juntando polvo, pasando desapercibida. Así la recuerdo. Lejana.
            Cada vez que la veo, me llama. La ignoro y sigo dando abrazos, reconfortantes, claro. Pero ahí está. Y si pienso en la casa de mi abuela, pienso en ella. Y si tengo recuerdos de pequeña, siempre está como background. No el soldadito, no el Sagrado Corazón de Jesús; retratos sin caras, y ella.

            Lo raro es que no pasa lo mismo con una imagen de la bailarina. Para escribir esto, le pedí a Chalito, mi primo, si le podía sacar una foto y mandármela. Muy amablemente me la pasó, y la ví. Ahí estaba, sin fuerza, sin presencia, sin esa cosa de gitana que te captura, te obnubila, te anonada. Los ojos no son más que negros, el amarillo no contrasta con su piel, su posición, que antes me tentaba, ahora me resulta un tanto espástica. Es como si no fuese la misma. Mi primer reacción fue “¿Sobre esto pretendo escribir? No es así como yo la recuerdo”. Y no hace tanto tiempo desde la última vez que fui a Formosa. Ahí fue cuando confirmé que este era el objeto indicado para analizar desde el Studium y el Punctum que propone Barthes. Porque, evidentemente, la muñeca, como muñeca, no es nada más que eso: una muñeca entre las tantas otras que hay en la casa de la abuela. Pero para mí es mucho más. Tiene todo aquello a lo que yo aspiro. Tiene pasión. Tiene carácter.

Contrarreloj

Hay personas que dejan todo para último momento, y yo no solo soy de esas, sino que además soy una integrante importante del grupo de irresponsables. En realidad, no sé si está bien llamarnos irresponsables, porque al fin y al cabo siempre terminamos cumpliendo con lo acordado: salimos de casa diez minutos tarde, pero en el trayecto hacemos todo a las corridas, de modo de poder llegar exactamente a la hora pactada. Ni diez minutos más, ni diez minutos menos. Siempre igual: me armo un cronograma especificando de pe a pa qué tengo que hacer en cada instante de modo que el tiempo me alcance en la medida precisa. Pongo la alarma a las seis, duermo diez minutos más, me levanto, me baño en quince minutos, me cambio en quince minutos, desayuno en diez minutos, me maquillo en otros diez minutos y voilà, a las siete estoy saliendo. Sin embargo, la maniobra nunca es ejecutada como se planeó. En el desayuno me cuelgo leyendo una revista o mirando el noticiero; o en vez de levantarme e ir a bañarme, voy a la computadora, entro a revisar mis mails, o Facebook, y termino en algún blog leyendo pavadas, y así es como termino maquillándome rapidísimo, desayunando en el bondi, y corriendo de acá para allá.
Exactamente lo mismo me pasa a la hora de estudiar. Me armo una agenda: calculo la cantidad de días que tengo hasta el examen, el tiempo libre y aquellos textos que deba leer. Que patatín que patatán, tal día estudio tal, tal otro tal, y llegaría al parcial con todo leído, todo estudiado y todo repasado. Promedio diez. Sin embargo, como bien indica el condicional, así sucedería si efectivamente siguiera los pasos que formulé en mi receta para el éxito, cosa que, como han de imaginar, no sucede jamás, ni por más esfuerzo que haga. A la hora de sentarme a leer, pienso en “lo hago mañana”. O quizás me siento, y leo… quince minutos, no vaya a ser que a uno le agarre una embolia por demasiado aprendizaje. En fin, acabo estudiando todo el último día. Eternamente el mismo problema. Y he aquí el quid de la cuestión: comprobé que me resulta imposible estudiar todo en un día. No por una cuestión de cantidad de cosas para estudiar; es porque soy altamente dispersa y no puedo hacer lo mismo por más de veinte minutos. No, no es un chiste, y sí, deberían asustarse.
Hace dos viernes me comprometí a hacer un día entero de lectura, y no cualquier lectura: Ulises, de James Joyce. Luego, escribir un ensayo sobre la experiencia y entregarlo el viernes. La lectura la hice el último día posible: el miércoles, y hoy, jueves, dejé pasar el día entero para escribir el trabajo. Ayer, para cumplir con lo prometido, me puse la alarma a las seis. Como era de esperarse, no me pude levantar a esa hora, y pospuse la alarma hasta las siete de la mañana. Decidí en ese momento apagar mi celular para que nada me distrajera de mi objetivo. Considerando que me había despertado más tarde de lo previsto, decidí empezar la lectura directamente, y desayunar mientras lo hacía. Leía, untaba mi tostada, bebía un sorbo de café, todo a la vez. Para cuando terminé la leche, me di cuenta de que no había entendido nada de las cuatro páginas leídas, así que volví a empezar. Llegué al punto a donde había llegado antes. No fue mucho más lo que entendí, pero seguro un poco más que la primera vez. Sin embargo decidí seguir, tal vez las cosas se aclararían más adelante.
Continué mi lectura durante unos diez minutos. Por mi mente pasaban un montón de cosas, pero poca atención le dedicaba al libro. Me surgió la idea de ir a leer al sol. Fui al fondo, agarre la reposera y una mesita y me senté. Leí un ratito. “¿Qué tal si me pongo un short?” Fui a mi pieza me cambié. Leí media hora. “Me voy a quemar demasiado”. Me puse protector solar. Leí una hora más, pero mientras tanto pensaba: “Bueno, todo muy lindo, pero después ¿sobre qué hago el ensayo? En lo que leímos detallaba aquello que veía en la tele, pero Pablo pidió que el trabajo fuese más ensayístico que descriptivo, y qué puedo decir yo sobre El Ulises que vaya en contra de aquello que se piensa. O qué puedo rescatar de esta experiencia”. También pensaba en mi castigo y en el trabajo final, porque si se me hacía tan complicado idear un ensayo que no tenía que ser necesariamente sobre Joyce, cuán difícil me iba y me va a resultar cumplir con mi pena. En fin, las horas pasaban y mi poder de concentración era nulo.
Cuando por fin lograba concentrarme y no pensar en otra cosa que en “Esteban Dedalus”, como lo llama mi traducción, y en “Leopoldo Bloom”, se acercaba Graciela y me pedía que llamara a mi mamá porque necesitaba preguntarle algo, Ubaldo me pedía que le ataje la escalera porque tenía que bajar la ropa de verano, o mi papá venía angustiado a contarme algún lío en Formosa. Llegó la hora del almuerzo y no quise dejar mi lectura. Almorcé en mi reposera... como pude. Mientras tanto, seguía leyendo a Joyce. O haciendo que leía. Quiero aclarar que realmente tenía la intención de dedicarle el cien por ciento de mi atención. Yo acariciaba con los ojos cada letra y sin embargo no podía llegar a la palabra.
Se hicieron las dos y media, tres de la tarde. De repente me di cuenta de que mis piernas estaban rojas como un tomate, y que factor de protección solar cinco no es suficiente para tantas horas de exposición al Astro. Decidí levantar campamento. Por cierto, ya me había traído lentes oscuros, una gorra, agua, mate, Off. Entre tanto tocó el timbre la chica de Natura, me trajo las cosas nuevas y me dijo si podía mirar la revista en ese momento, porque no me la podía dejar. Le tuve que decir que me disculpe, que no podía porque estaba estudiando. Se terminó yendo molesta porque se acababa de perder una venta. 
A las cuatro llegó mi mamá, y como siempre vino con ganas de charlar pavadas. “Mamá, estoy estudiando”. “Bueno, bueno. Te dejo tranquila”, pero cada diez minutos se acercaba a hacerme algún comentario o a recordarme algo que me había dicho ya mil veces. Entre pito y flauta se hicieron las seis de la tarde y ya no aguantaba más, pero todavía me quedaba la parte más difícil del desafío. Era insoportable al punto de que empecé a odiar el libro que pensé que iba a amar. Por favor que nadie me pregunte de qué se trata el libro, porque no sé qué responder. Quizás sea una mala lectora. Me pone triste pensar en eso. Al fin y al cabo ¿qué es ser un mal lector? Bueno, eso será motivo de otro ensayo.
Cené, también, mientras leía. O mejor dicho, cené sin dejar de torturar mi cerebro con la lectura. No porque sea una mala lectura, sino porque algo que se supone que debe ser placentero se tornó íntegramente agobiante. A pesar de este agotamiento, seguí. Y a eso de las once llegó mi papá con cara larga. Le habían roto el vidrio del auto e intentado afanar el estéreo. Parece mentira, pero es netamente cierto. Es más, esto mismo pasó con mi novio y el auto, hace dos meses, mientras yo hacía la observación para el otro trabajo. Es llamativo. En fin, dejé de leer por aproximadamente media hora. Fue un muy buen descanso. Volví embaladísima. Quería seguir leyendo y sentía que podía. Iba a entender todo, y así fue. Por un poco más de cuarenta minutos algo de lo que Joyce decía entraba realmente en mí.
De repente, una duda trascendental penetró en mí. “Y todo esto ¿qué carajo tiene que ver con La Odisea?”. Fue entonces cuando cometí el error del día: entré a Google. Y era tan obvio, y yo estaba tan quemada, y no lo pude ver. Y sentí que con eso que acababa de hacer mi día había perdido completamente el sentido. Continué con la lectura pensando en que soy una boluda, en que Pablo se cansa de repetir “No entren a Google”, en que “ahora no soy yo leyendo, sino que son muchos otros leyendo por mí”, etc, etc, etc. Todo ese poder de concentración que había ganado con la media hora de descanso la perdí en un solo click.
El final de mi noche se acercaba, algún que otro pajarito pionero empezaba a cantar y todas las conjeturas sobre el trabajo que me tocaba escribir luego de la siesta matutina se apoderaron de mi intelecto. Todas las dudas del principio del día volvieron, pero esta vez en aluvión. No podía concentrarme, ni hablar de leer. Y mis ojos hacían su movimiento continuo, de izquierda a derecha, de arriba hacia abajo, una y otra vez. Hasta que verdaderamente no pude más. Levanté la mirada, empezaba a clarear. Era la liberación. Si pensaba que el castigo era severo, yo me impuse un compromiso peor.

El profesor me había recomendado que escriba sobre aquello que sueñe después de la lectura. Efectivamente esta noche soñé. Nada memorable. Era una lluvia de ideas, absurdas casi todas, sobre el trabajo para el viernes, mañana, y sobre el ensayo final. Lejos de que se me ocurrieran maravillas y de que descubriese cosas extraordinarias sobre el Ulises, mi cerebro se centró en mis preocupaciones. Ahí fue cuando relacioné este día con aquellos previos a parciales. No vengo a decir “No dejes las cosas para último momento porque mirá si te pasa algo”, no. Querés dejar las cosas para último momento, dejalas. Allá vos, o yo. Lo que planteo es que no se puede tratar de comprender algo durante todo un día. Es imposible. No solo es un suplicio mental, sino que además de todo aquello que intentes aprehender en esas veinticuatro horas, casi nada será lo retenido. O al menos en mi caso. No digo que no se pueda repasar o ver algo que ya se ha entendido previamente. Lo que planteo es que no puedo, al menos yo, estar las veinticuatro horas del día tratando de descifrar enigmas, entendiendo frases complicadas. Muy probablemente distinto hubiese sido el caso si no me hubiese tomado el ejercicio tan al pie de la letra y lo hubiese leído por mero gusto. Como también es distinto estudiar sin el tic tac del reloj repiqueteando. Por más que quiera creerme que puedo estudiar todo el último día, no es más que una mentira.

jueves, 10 de octubre de 2013

De cómo mi hogar trasciende las puertas de mi casa

Consigna: Elija un lugar y visítelo tres veces seguidas, en distintos momentos, durante tres horas cada vez, tomando nota de todo lo que nota y observa. En base a esas notas elabore un texto increíble que dé cuenta del lugar. Lecturas: “Atardecer de domingo junto al Río Hurón”, de Charles Baxter, y Tentativa de agotar un lugar parisino, de Georges Perec.

De cómo mi hogar trasciende las puertas de casa

Esta zona de Capital es un barrio, lo que se dice barrio. Como toda zona residencial, está llena de matices. Mi casa queda justo en el límite entre Monte Castro y Devoto, y si vas hasta la esquina y cruzas, estás en Villa del Parque. Los tres son barrios de vieja chismosa. Esta cuadra tiene un color particular, algo que la diferencia de todas las otras cuadras de Capital: que acá me crie, en este lugar crecí. Es por eso que la elijo como el lugar perfecto para describir: porque conozco cada cara que pasa por acá, porque estoy condenada a cruzarme con alguna de ellas cada vez que salgo de mi casa, porque nunca llego a la parada del colectivo sin soltar un saludo en el camino.
Mi cuadra, la de Matorra al 3900, entre Martín V Dominguez y María Manca, es parte de mi vida, me suena tan particular, tan distinta. Sin embargo, lo leo acá y parece una cuadra más de todas las cuadras de Capital, o de Buenos Aires, o de quién sabe dónde. Cuando me piden mi dirección, respondo con ese cantito, una melodía ya automatizada que explica el lugar en el cual se encuentra mi casa, la referencia justa para que el otro pueda llegar sin problemas, sin perderse. ¿Por qué le negamos al otro tanta información? Omitir detalles, tales como que la casa de la esquina es el principal símbolo de la cuadra por las enamoradas del muro que tiene a cada lado de la puerta, o que no hay un solo negocio en toda la manzana, o que el garage de enfrente más que un garage es un club de amigos, le quita la magia. Es como un alfajor sin relleno, como un vestido de fiesta sin tacos altos. Propongo que cuando invitemos a alguien, en vez de hacer un tour por nuestra casa, lo hagamos por nuestra cuadra. Por toda la información que descuidé e hice a un lado sobre este increíble lugar, es menester que haga catarsis de datos silenciados, es necesario soltar todo aquello reservado acerca de mi cuadra.
 En invierno, el sol ilumina la cuadra desde las ocho y media hasta las seis de la tarde sin descanso, dotándola de una calidez desacorde a la época del año. No tiene muchos árboles, tampoco son escasos. Tiene la cantidad justa. Hay tilos, jacarandás, una tipa, ficus y alguno que no reconozco: están, en su mayoría, pelados. Las casas son eso, casas. Hay un solo edificio: 5 pisos contando planta baja. Hay un dúplex en frente de casa, y también varias casas chorizo. La de al lado de la mía es una. Viven tres o cuatro familias: En el primer departamento, el que tiene ventana a la calle, vive Aída, una abuelita que desde que tengo uso de memoria está igual, se viste igual, se peina igual, usa los mismos anteojos y, claro, vende Avon. Solía vivir con su hermana, Anita, que creo que se volvió loca y falleció. Atrás de mi querida revendedora, habita un barrabrava de San Lorenzo, a quien – no entiendo por qué – mi papá admira. Tiene un dóberman demasiado ruidoso, aunque ahora que lo pienso, no lo escucho más cuando entro a casa… y un hijo que no vive con él, pero que cada vez que viene nos toca timbre para que le devolvamos la pelota que colgó en nuestro patio de entrada. Más atrás vive una familia: una mujer de unos cincuenta años, a la cual mi padre llama “El gato de al lado”, su nuevo marido de edad parecida, sus dos hijas veinteañeras y su nieta de cuatro años. Hay una casa más atrás, pero no sé si sigue habitada, o si la usan de depósito.
Los autos estacionados nunca faltan. Están los que duermen afuera, y los que están de paso. Están los viejos y los no tan viejos. Pero hay uno, al que nombramos Freddy, que llama particularmente la atención. En primer lugar, porque es amarillo y está muy entrado en años. En segundo lugar porque siempre está: jamás llegué a mi casa y Freddy no estaba estacionado. Y en tercer lugar, nunca está en el mismo lugar, lo cual significa que lo usan. No sé cuándo ni quién, pero Freddy se usa, o tiene vida propia.



  
Miércoles 21 de agosto, 11:45 horas
Se escucha que Jorge, uno de los señores que trabajan en el garage, hablando a los gritos desde adentro del galpón.
Pasan personas, grandes en su mayoría. Todos me miran. Pasan autos, y me miran. Pasan parejas, personas solas, amigos. Pasan muchos, pero llama la atención un chico. Se muestra apocado: camina lento y mirando al piso, sus hombros están recogidos y los puños cerrados suavemente. Parece ser tímido, y sin embargo su buzo tiene inscripto en letras grandes, mayúsculas, “I ROCK YOUR WORLD”.
A la vuelta de casa hay una escuela, entonces por acá siempre pasan chicos. Son casi las doce del mediodía y hace un frío de aquellos, los chicos están por salir de la escuela. Es uno de los pocos miércoles fríos que hubo en el año, y yo tengo que sentarme durante tres horas a la intemperie. Sin embargo el sol está acá, al pie del cañón, intentando entibiecernos un poquito. Dobla la esquina una maestra. Señoras y señores, empieza el desfile de guardapolvos. Viene hablando con una señora, madre de algún alumno, supongo. Más adelante dos chicos corren, ambos de delantal, pero ninguno lleva su mochila. “Chicos, no se alejen”, les dice la Seño; a la madre no le preocupa. Cuando ambas mujeres cruzan por adelante mío, miran extrañadas mi cuaderno. Levanto la vista, y me clavan la mirada en los ojos. Están muy extrañadas, hasta un poco asustadas, quizás.
Las primeras de muchas miradas desconfiadas de la jornada.
De la escuela pasan:
-Una madre con dos hijas (cinco y siete años). La madre lleva dos mochilas
-Otra madre con un perro y un niño (seis años). El niño lleva al perro. La madre, la mochila.
-Un niño (nueve años) corriendo. Lleva su mochila carrito que golpea en cada baldosa. La madre va media cuadra más atrás. Camina lento. No le saca los ojos de encima
-Una madre más con cuatro niños (de tres a diez años). Cada niño lleva su mochila. Los dos más chicos tienen el delantal puesto, los dos más grandes, no.
-Un padre con su hija (13 años). La niña viste guardapolvo. El padre viste traje. El padre lleva una mochila rosa furioso. La niña le cuenta una historia: “Nena, dejá de criticarme, es mi sueño, así que no te metas.”
-Una madre particular: va con una mochila rosada, de princesas, y un delantal en la mano. No lleva niños. Seguramente fue a buscar a su hija a la escuela y la nena se terminó yendo a la casa de una amiguita.
            La única parte de la cuadra que está sucia, al menos hasta donde puedo distinguir, es mi vereda. El Jacarandá es un árbol hermoso, uno de los más pintorescos, pero hace demasiado chiquero: en otoño tira sus hojas, en invierno semillas y ramitas, en primavera y verano flores que arman una pasta resbalosa en el suelo. Hay otros tres jacarandás llegando a la esquina, pero no llego a ver el piso. Supongo que estarán igual de desastrosos que este.
            En frente de mi casa está el contenedor de basura. Lo ponemos ahí para que los coches no estacionen demasiado cerca de nuestra chochera. Más de una vez nos han tapado la salida y mamá se tuvo que ir en tren al trabajo. Miro al tacho y recuerdo los insultos y rayones ocasionados por autos mal estacionados. Lo observo un poco mejor y veo que tiene escrito “Baigorria y Emilio Lamarca”, cruce que queda a unas tres cuadras de Baigorria y Bahía Blanca. Tenga cuidado señora: en esta cuadra somos chorros.
            Cada vez que mis anotaciones me dan un respiro levanto la cabeza y trato de observar. Del lado izquierdo de la cuadra no hay absolutamente nada, no pasa un alma. Entonces miro para la derecha. Silencio. Ni siquiera pasan autos. De repente, de la nada, aparece un niño de menos de cinco años. Sale de su casa haciendo un salto en largo: parece volar. Son increíbles las habilidades físicas de los chicos más pequeños. La relación tamaño del infante/trayecto recorrido es totalmente desproporcionada, y sin embargo lo hizo sin esfuerzo. Atrás suyo sale su familia. Son una pareja joven y fresca. Cruzan la calle y entran al garage. Jorge los recibe con un griterío indescifrable. De allí sale un taxi que, inexplicablemente, está ocupado, con taxímetro encendido y todo. Detrás sale la familia en una suran.
            Un hombre de unos treinta años se carcajea fuertemente. Me llama poderosísimamente la atención. Me fijo bien, me intriga saber de qué se ríe. No está acompañado, no está hablando por celular y no tiene auriculares. Algún divertido recuerdo se le debe haber aparecido en la mente, de esos que están tan frescos como si hubiesen ocurrido recién y que impiden cualquier clase de censura para la risa. Esos, sin duda, son mis favoritos. El hombre me transmite su alegría y sonrío como si fuese yo la que se está acordando de algo.
A eso de la una y media de la tarde llega una kangoo bordó metalizado con un choque en la puerta y estaciona en frente de mi casa, pero de modo que no puedo ver a quien esté adentro. Escucho un freno de mano. No baja nadie del auto.
            Sale Olga del edificio de la cuadra. Es la típica vieja cascarrabias del barrio, y tal como el estereotipo manda, siempre anda con su perrito. Me mira con cara de chupé-un-limón, que creo que es su cara habitual, y camina hacia la esquina izquierda, lo cual significa que va a pasar por mi casa. El intento de animal se le adelanta dando pasos muy cortitos, pero muy ágiles. Justo en frente mío se detiene, olfatea el árbol, levanta la pata y le hace pis a mi Jacarandá, en mi cantero, pisando mis plantas. “Señora, por favor, el perro”, le digo. Olga ni se mosquea, me pasa y sigue caminando. “¿Puede sacar a su ratita de mi cantero, por favor?”, insisto. Se da vuelta, me mira, mira a su perro y da dos pasos para adelante, mirando al animal. Me levanto con cara de yo-chupé-más-limones, la vieja se asusta y por fin hace algo para que su caniche deje de arruinar mis plantitas.
            Nunca había notado la cantidad de bicicletas que pasan por esta calle. No hay bicisenda, ni nada. Pero parece ser que en Villa del Parque, Montecastro y Devoto las bicis tienen éxito. Pasan un montón: abuelos, gente trabajadora, jóvenes que escuchan música, jóvenes que no agarran el manubrio, jóvenes en shorts, chicas de a dos, chicos de a dos, chico y chica juntos. Bicicletas playeras, bicicletas deportivas, bicicletas grandes, bicicletas con rueditas. Bicicletas por la calle, bicicletas por la vereda, bicicletas en contra mano, bicicletas llevadas con las manos.
A las dos y teinta y cinco de la tarde, entra una abuelita con bastón a la cuadra por la esquina derecha. A las dos cuarenta y tres llega hasta la puerta del edificio. No llegó ni a mitad de cuadra y tardó ocho minutos.

Jueves 29 de agosto, 14:00 horas
            Por la cuadra de enfrente va caminando una chica de veintiocho, treinta años, cuya cara me resulta conocida. Debe ser vecina. Carga muchas bolsas de supermercado. En total, habrá gastado cinco pesos en bolsas. Debe venir de Coto, no se hacen compras semejantes en el chino. Se detiene en su casa. Trata de buscar las llaves para abrir la puerta, pero no puede. En el intento se le cae una bolsa y se desparraman los productos que compró. Muy astutamente, apoya en el piso todas las bolsas que tiene en su mano derecha, saca las llaves, abre la puerta, agarra las bolsas que soltó, da un paso hacia adentro y deja las bolsas. Automáticamente vuelve a salir, junta todas las cosas que se le habían caído, entra a su casa y cierra la puerta.
            Viene caminando por la derecha un hombre de traje azul oscuro y porte distinguido. Lleva anteojos de sol, el saco prendido y la corbata con nudo grande. Justo en frente de mi casa, se aclara la garganta y, sin previo aviso, escupe su catarro en mi cantero, en mis plantas, en mi jacarandá. Que mi casa tenga un murallón lleno de graffitis y sea casi lo único antiestético del barrio en su totalidad, no significa que pueda ser utilizado como el baño de la cuadra. La semana pasada fue el perro, ahora, el señor - que, al final, de distinguido tenía solo el porte -, ¿qué viene después?
            A eso de las 15.30 de la tarde llega la misma kangoo que había puesto el freno de mano el miércoles pasado, pero cuyo conductor nunca bajó. Esta vez sucede exactamente lo mismo. Puede ser un detective privado que sigue a alguna vecina para averiguar si engaña a su marido, o capaz es un secuestrador que está investigando a su próxima víctima, o quizás simplemente está cansado y quiere dormir la siesta, o también puede ser un alumno de Taller que observa, como yo, para hacer un trabajo.
            Hay tres palomas en un cable, sentadas una al lado de la otra. Dos de ellas vuelan hacia otro cable, donde se sientan a hacer lo mismo que hacían antes: nada. La tercera, que se quedó sola, vuela también hacia donde están las otras, pero estas vuelven a cambiar de lugar, dejando a la tercera paloma sola otra vez. La escena se repite una vez más: la paloma solitaria busca a la pareja de palomas, pero éstas, en el momento en que se les acerca, vuelan. Esta vez, como ya no se la bancaban más a la otra, se van.
            La kangoo del choque en la puerta, la que había puesto el freno de mano, la que despertaba sospechas, se pone en marcha. Acelera y se va.
            Un muchacho de unos treinta años pasea a sus tres ovejeros alemanes. Tienen pelo largo y son de un marrón oscuro. Los tres iguales. Él parece sacado de un videoclip de Calle 13, con cadenas en el cuello, bermudas y cabello rapado.
            Un hombre sale de la casa de Rocío, compañera mía de la primaria en el colegio de acá a la vuelta. No lo conozco, no es de su familia. Él se abrió la puerta, y él se la cerró. Es decir, tiene un juego de llaves. ¿Quién será? Al irse, camina hacia su auto: se va a subir a una kangoo. ¿¡Qué!? ¡Por anotar todo lo que veía me perdí un detalle tremendo! La kangoo bordó que puso el freno de mano, la que tiene un choque en la puerta, la que observa, duerme o acosa, ¡no se fue! Simplemente cambió de lugar, etacionó más cerca de su lugar de destino. Camila - la perra Golden de mi amiga - está tranquila en el balcón, así que podemos descartar la teoría del secuestrador.
            Una chica, uniformada como médica, andando en bicicleta y hablando por celular. Si la viese mi profesor de biología de quinto año diría que está en triple falta: no lleva casco, no debe hablar por celular mientras conduce, y tiene el uniforme del hospital puesto fuera de su trabajo, lo cual es antihigiénico e insalubre. Siempre repetía que el fin de usar ropa especial para trabajar era no llevar virus y bacterias de un lugar a otro. “¡Para eso que trabajen en jean y remera!”, concluía.
-Medios de transportes que pasaron durante la jornada, ordenados de menor a mayor: motos: 15; camionetas: 28; camiones: 29; bicis: 33; autos: 206.
-Colores de los  esos autos, ordenados de menor a mayor: amarillo: 1; taxi libre: 1; dorados: 4; verdes: 6; azules: 10; rojos: 14; taxis ocupados: 17; blancos: 25; negros: 27; grises: 101.
            Sábado 31 de agosto, 16:35 horas
            Para recibirme, pasa un auto negro con la música a todo volumen. No llego a reconocer la banda. En casi todos los autos que pasan con el estéreo a todo lo que da, se escucha electrónica o reggaetón. En este, no. No estoy segura a qué género pertenecía lo que sonaba, pero sí puedo afirmar que mi papá la clasificaría como “música de mina”. Sí, señoras y señores, ese es el padre que me ha tocado en suerte.
El nuevo vecino del dúplex de enfrente sale a la calle. Es rubio, pero ese rubio difícil de encontrar: su pelo es bastante más oscuro que el de un albino, y bastante más claro que el del típico hombre que de niño era rubio platinado, pero que con el tiempo su pelo se fue oscureciendo. Es como un colorado claro, muy claro. Está vestido de negro: tiene un pantalón de jean, chupín, negro; un sweater de cuello en “v”, negro; unas zapatillas de lona, negras. Una remera amarilla que apenas asoma. Se para en la puerta, me mira – extrañado – y mira el piso. Se agacha y empieza a levantar folletos y otros papeles que hay en su vereda. Se mete en su cantero y agarra más basura.  Una vez que limpió, volvió a entrar.
Jorge me saluda efusivamente. Que la familia, que gracias, que las herramientas, que el vidrio del auto… Que qué estoy estudiando. “Un trabajo para la facu”, le respondo sin ahondar mucho en detalles. “Ahh…”, exhala como si estuviese decepcionado. Se da media vuelta, entra al garage y cierra la reja. Parece molesto.
Son las cinco y media de la tarde.  Vuelve a salir el Rubio. Está cambiado: tiene un jean de corte recto color azul, una remera de cuello en “v” gris y unos borcegos marrones. Está loco, hace frío, y él en remera. Cruza la calle en dirección  a mi casa. ¿Me viene a hablar? Se para en el cordón de mi casa mirando hacia la otra vereda, como jugando a hacer equilibrio. Está a unos tres metros míos en diagonal. Se enciende un cigarrillo. Me da la espalda. Se sienta en el cordón. Fuma. Hace frío y fuma. “¿Hola?”, habla por teléfono. No escucho qué dice por el ruido de una moto. “… Sí, sí. Por eso. Bueno, listo. Dale, dale. Gracias. Chau. Chau”. Mira su celular y corta. Sigue fumando un rato más. Se levanta de donde está y se estira un poco. Mira los autos y se dispone a cruzar. Antes de entrar a su casa tira la colilla en su cantero. Me hace acordar a una novela que leí hace poco, que decía “Limpiar está bien, no ensuciar es mejor”[1]



[1] G. Perec, Tentativa de agotar un lugar parisino.

No soy de aquí ni soy de allá

Cuando te encontrás con un extranjero o con una persona del interior, siempre te comenta lo inconveniente que es “ser de afuera”, y seguro alguna vez un porteño te dijo “y… pero fulanito es del interior” como si fuese un inconveniente. Contrario al común de la gente, pienso que la persona que ha vivido en más de una ciudad tiene una gran ventaja. Y digo esto porque fui criada por mis padres, dos formoseños que desde jóvenes viven en Capital Federal. Toda mi familia es de Formosa, sobre todo la parte paterna, que es la más grande. Por suerte mis viejos nunca perdieron el contacto con ellos. Cada dos o tres meses tratamos de ir para que el lazo sea cada vez más fuerte. Hace poco falleció mi abuela, y más de una vez se nos cruzó la idea de que se nos caía el pilar que sostenía a la familia, y que sin ella todo se iba a derrumbar. Eso no pasó. En fin, ni mamá ni, mucho menos, papá renegaron jamás de su formoseñeidad. Nunca.
Algo que siempre me llamó la atención, desde que soy chiquita, es que en todas partes se los trata como si fueran de otro lugar. Estamos en Capital y “El gato de al lado”, la vecina, le dice a mi papá “yo no sé cómo será en tu provincia, pero acá no se hace ruido a la mañana”. Nos vamos a Formosa, y mis tíos le dicen “Selo”. Su apodo, desde chiquito, es Elo; pero los porteños solemos arrastrar las eses: “¿Cómo estásselo?”. Se podría pensar que esto es una desventaja, pero no creo que sea así.
“No ser de aquí ni ser de allá” es un gran beneficio. Por un lado, mis viejos tienen esa humildad característica del interior, son tipos sencillos y sin mucha vuelta. En lo que puedan te van a ayudar, y en lo que no también. Siempre con el mate o el tereré en la mano, conocen cada especie de árbol y de pájaros, les gusta caminar descalzos en el pasto de mi casa y levantarse a las seis de la mañana con el canto de los zorzales. Mi papá se autodenomina “hombre de campo”, y le dice a mi mamá “Chinita”. Claro que a todos nos resulta una exageración y siempre nos reímos por eso. Tanto formoseños como porteños.
Por otro lado, el hecho de haber crecido en Capital, o al menos de haber madurado acá, hizo que miraran ciertos aspectos con otros ojos. En Formosa y, según dicen, en la mayor parte de los pueblos del interior[1] las personas suelen ser muy conservadoras. Mi familia es muy católica y fervientemente radical. Mis viejos, están a favor del aborto y yo soy la única de dieciocho primos que no tomó la primera comunión (mi papá sigue siendo radical, no hay con qué darle). Desde chica me dejaron hacer fiestas con alcohol en casa. De ese modo bebía en un espacio controlado. En pocas palabras, tienen la mente abierta del porteño.
Todos los días se produce una escena que ilustra perfectamente esta tensión entre “el ser porteño” y “el ser formoseño”: cuando salen a la calle, van a mil, esquivando cuanta persona o auto se les cruce por el camino; siempre apurados. Cuando llegan a casa, se cambian, se preparan un tereré, sacan sus reposeras al patio, y que la vida pase. Eso es lo que define a mis viejos: no son ni lo uno ni lo otro, pero son lo mejor de los dos lugares.



[1] Si algún pariente mío lee este trabajo se va a enojar porque trato a “Formosita” como pueblo.

martes, 1 de octubre de 2013

Al mal tiempo, carcajada.

      La risa es un reflejo que sale naturalmente de nosotros cuando algo nos causa gracia. Qué noticia. Pero ¿qué pasa cuando nos reímos por cosas serias, como cuando un niño se va de boca al piso, o cuando una amiga te cuenta “una tragedia” y no podés contener la carcajada porque vos sabés que es una pavada? Nada, pasa; absolutamente nada. Y sin embargo siempre te encontrás con esa madre que te mira con cara de “¡Animal! ¿Cómo te vas a reír de mi hijo? ¿No ves que se puede lastimar?”, o tu amiga se enoja como si acabases de cometer el peor error de tu vida, como si te hubieses vendido al otro, que es el enemigo.

      Justo ayer mi papá me contó una anécdota que merece la pena ser mencionada. Él solía salir con una chica, Betty. Un día de la primavera, iban caminando a la par, cuando la muchacha le pide a mi padre que la abrace. Mi papá, joven y pirata, le niega la demostración de afecto en público porque, al menos por el momento, no quería formalizar la relación. “¿Cómo? ¿No somos novios?”, preguntó ingenuamente Betty, a lo que mi padre respondió con un seco no. La pobre empezó a gritarle en pleno centro de Formosa: “Te odio, Elo. Te odio”. El muy desalmado no vio mejor contestación que cantar Ódiame, de Julio Jaramillo: “Ódiame por piedad yo te lo pido, ódiame sin medida ni clemencia, odio quiero más que indiferencia, porque el rencor hiere menos que el olvido”. En un lugar chico como Formosa los rumores corren rápido, y éste no fue la excepción. Al día siguiente, Mabel, que era la mejor amiga de Betty y la compañera de banco de mi papá, en plena clase y antes de dar un oral, se arrodilló frente a él y le pidió que le cantara la misma canción. Betty se enfureció y hasta le retiró la palabra a Mabel quién sabe por cuánto tiempo.


      Sí, Mabel se pasó de la raya porque no está bien burlarse del otro, pero hacer un chiste en un momento tenso, o reírse de algo que efectivamente tiene un costado gracioso, está más que bien. En primer lugar, ayuda a enfriar el asunto. En segundo lugar, permite al perjudicado dar unos pasos hacia atrás y así obtener una perspectiva más amplia del problema. En tercer lugar, la risa aliviana cualquier ambiente. Si un niño se pega un porrazo tiende a llorar. Generalmente, cuando esto sucede, a la madre se le sale el corazón del pecho debido el susto y corre a ayudarlo, preocupada y angustiada. En este caso, las probabilidades de que el pequeño llore aumentan exponencialmente. Si, en cambio, nos riésemos un poco de lo sucedido, liberaríamos gran parte de la tensión que genera una la caída: entonces, el nene se olvidaría de lo ocurrido, se levantaría y seguiría jugando. Por último, la persona que sufrió la desventura puede aceptar la risa del otro y comprender que es para el bien de ambos, porque es un modo alegre de sobrellevar el accidente y no un intento de ponerla en ridículo. De esta forma la víctima se dejaría llevar por la cálida y amena sensación que produce una carcajada bien habida y la recibiría con los brazos abiertos: hay que saber reírse de uno mismo.

¿Cómo hacer para ver todas las series de tu watchlist?

IMDB es un adicción: entrás para ver cuándo se estrena la próxima temporada de una serie, y listo, no salís nunca más. Consejo:  cuando entres, no estés apurada ni corta de tiempo, porque vas a llegar tarde al trabajo, te vas a perder la primer clase en la facu o te vas a dormir a las tres de la mañana. En semiótica calificaríamos al sitio como centrípeto, porque una vez que ingresaste te impulsa hacia adentro. Hoy, justamente, entré con un fin específico que, por cierto, ya no recuerdo, y ahora me encuentro haciendo una lista sobre series que ya ví y las que quiero ver, mirando trailers, pispeando algunas listas malas hechas por la gente, mirando fotos, conectando personas, descubriendo películas...
(En alguna entrada próxima voy a hacer un pequeño análisis de imdb)

Cada vez que entro, inevitablemente, agrego alguna película a mi watchlist. El término "alguna" me queda realmente corto, casi siempre son más de cinco... o de diez... o de quince... Para colmo, no hay película que no me intrigue en algún aspecto. Entonces miro la tele y termino en imdb, miro una serie y termino en imdb, veo un afiche, alguien me suena conocido y termino en imdb. Ineludible. Es más, hay veces que me dejo las páginas abiertas para averiguar sobre nuevas cosas la próxima vez que toque la compu. Espero que nadie esté pensando "Esta piba es una enferma".

En fin, así es como llegué a tener una lista de más de quinientas películas para descargar (las que están en la watchlist de imdb) y ciento treinta y siete pelis bajadas en la pc esperando a ser vistas. Además tengo veintinueve series descargadas (algunas en proceso, otras en reposo), y otras setenta en la lista para bajar. Y eso que trato de moderarme. Para aquellos que lo estaban pensando, ahora lo afirman: "Esta piba ES una enferma"

Hace dos segundos miraba mi watchlist y me preguntaba: ¿Cómo sorongo hago para ver todas estas series? (ni si quiera me pregunté por las películas, así que... supongo estoy algo resignada)

Claves para lograr el objetivo:

En primer lugar, tenés que ser una persona solitaria y no depender de nadie para ver las series, porque los tiempos del otro nunca se adaptan a los nuestros, y no queremos tener que estar esperando a alguien para mirar la tele. Además, te vas a quedar siempre con intriga... No, es una actividad para uno.

En segundo lugar, no trabajes. Si trabajás, tenés obligaciones que, probablemente, te saquen mucho tiempo. Conjuntamente, es muy posible que tengas una carga horaria fija, lo cual te impediría mirar la serie en determinado momento del día, semana o mes. Existe la posibilidad de usar el horario de laburo para mirar la serie, pero, si haces esto, es muy factible que te rajen, por lo cual vuelve a cumplirse esta segunda premisa.

En tercer lugar, hay que tener plata. Esta condición va de la mano con la anterior: como no trabajás, no generás ingresos. Sin ingresos, no se puede pagar la luz, el cable o internet, ni tampoco (en caso que alguien quiera escapar a la ilegalidad de la piratería) alquilar películas. Esto sin tener en cuenta los demás consumos necesarios para la subsistencia de una persona. Entonces, sin plata no hay series.

Cuarto, no estudies. Nada de carreras universitarias, terciarios,secundarios, tecnicaturas. Nada. Si bien el tiempo de cursada puede llegar a ser poco, te saca horas en tu casa: tenés tarea, parciales/pruebas/exámenes, trabajos prácticos, leer textos para la clase siguiente, hacer tal ejercicio, leer tal novela, escribir tal ensayo, y así sucesivamente, dejándote nada de tiempo para hacer lo que nos compete, es decir, MIRAR SERIES. Para eso vinimos a esta vida, y así nos vamos a ir; mirando series.

No salgas, no tengas vida social, ni amigos, ni familia... Lo único que hacen es ponerte palos en la rueda. Se ponen entre vos y las series, te separan de tu objetivo. No queremos eso. Además, ¿se puede llamar amigo a aquél que se interpone en tu camino? Yo no lo creo. Definitivamente, no valen la pena.

No tengas hobbies ni pasatiempos: como su nombre lo indica, te sacan el tiempo. El tiempo se va y no vuelve, señores. Así que nada de andar gastándolo con lectura, macramé, tejido y demás cosas de abuela. Hay que ir directo a los bifes. 

Séptimo, dormí las horas necesarias según tu edad: si tenés menos de diesiocho, dormí nueve o diez horas, preferentemente de noche. Si sos un adulto, o joven adulto, con ocho horas es más que suficiente. A partir de los cincuenta años, seis horas. Mayor de setenta, muchas veces al día, pero por poco tiempo. Ya escucharon: dormir lo justo y necesario. Nada de remolonear en la cama, nada de "Diez minutos más". Cuando hay que dormir, hay que dormir. Cuando hay que cumplir con el deber, hay que cumplir con el deber.

No te bañes, o bañate lo justo y necesario para no enfermarte.
No tengas teléfono ni timbre: que nadie venga a molestar
Comé comida rápida, que lleve no más de diez minutos en hacerse. O podés pedirle a tu mamá que te haga muchas comidas, las ponés en un tupper y derecho al freezer. Así, cuando tenés hambre descongelás una y listo. O también podés pedirla. Por internet, y avisando que tienen que dejarla en el buzón o golpear fuerte las manos. Nota: tener un buzón grande.
Vestite una vez a la semana, después de bañarte. Ponete ropa cómoda, que sirva tanto para el día como para dormir. 
No tomes mucho líquido, así perdés menos tiempo en el baño. Y cuando te vengan ganas, aguantate hasta que no puedas más. Lo mejor sería instalar el baño al lado del sillón o de la cama. 

Preparate para engordar, porque no vas a gastar tiempo del día haciendo actividad física y es una tarea muy sedentaria. Caloría que ingerís, grasa que se estaciona en el cuerpo. Y como está mal estacionada, va a venir la guardia urbana y le va a poner un cepo, volviéndola imposible de remover. Además, no hay cosa que vuelva más amena esta actividad que acompañarla con un buen snack.

Para cumplir con las premisas, tenés que estar en contra de los estándares impuestos por la sociedad. Pensalo: no estudiás, no trabajás, apenas consumís (lo justo y necesario para poder realizar tu tarea), no te relacionás. Sos un individuo. Estás aislado porque querés, pero como querés estar aislado, la misma sociedad va a terminar separándote. Te va a expulsar: va a mirarte de costado y juzgarte como "vago", hasta que llegue el día en que se hayan olvidado completamente de vos. Es necesario que quede claro que ver las series de tu watchlist no es ser un vago: como se puede ver, lograrlo conlleva mucho esfuerzo y perseverancia.

martes, 17 de septiembre de 2013

El mate.

Quiero citar algo que encontré haciendo averiguaciones sobre el mate. Las estaba haciendo para escribir algún post interesante acerca de distintos yuyos, prácticas, reflexiones. Pero cuando leí esto, me di cuenta de que todo lo que podía llegar a poner ya lo había resumido Lalo Mir y de una manera emocionante.

Con ustedes, un texto que me puso la piel de gallina (aunque no es tan difícil)


"El mate no es una bebida. Bueno, sí. Es un líquido y entra por la boca. Pero no es una bebida. En este país nadie toma mate porque tenga sed. Es más bien una costumbre, como rascarse.
El mate es exactamente lo contrario que la televisión: te hace conversar si estás con alguien, y te hace pensar cuando estás solo.
Cuando llega alguien a tu casa la primera frase es ‘hola’ y la segunda ‘¿unos mates?’. Esto pasa en todas las casas. En la de los ricos y en la de los pobres.
Pasa entre mujeres charlatanas y chismosas, y pasa entre hombres serios o inmaduros. Pasa entre los viejos de un geriátrico y entre los adolescentes mientras estudian o se drogan. Es lo único que comparten los padres y los hijos sin discutir ni echarse en cara. Peronistas y radicales ceban mate sin preguntar. En verano y en invierno. Es lo único en lo que nos parecemos las víctimas y los verdugos; los buenos y los malos.
Cuando tenés un hijo, le empezás a dar mate cuando te pide. Se lo das tibiecito, con mucha azúcar, y se sienten grandes. Sentís un orgullo enorme cuando un esquenuncito de tu sangre empieza a chupar mate. Se te sale el corazón del cuerpo. Después ellos, con los años, elegirán si tomarlo amargo, dulce, muy caliente, tereré, con cáscara de naranja, con yuyos, con un chorrito de limón.
Cuando conocés a alguien por primera vez, te tomás unos mates. La gente pregunta, cuando no hay confianza: ‘¿Dulce o amargo?’. El otro responde: ‘Como tomes vos’.
Los teclados de Argentina tienen las letras llenas de yerba.
La yerba es lo único que hay siempre, en todas las casas. Siempre. Con inflación, con hambre, con militares, con democracia, con cualquiera de nuestras pestes y maldiciones eternas. Y si un día no hay yerba, un vecino tiene y te da. La yerba no se le niega a nadie.
Éste es el único país del mundo en donde la decisión de dejar de ser un chico y empezar a ser un hombre ocurre un día en particular. Nada de pantalones largos, circuncisión, universidad o vivir lejos de los padres. Acá empezamos a ser grandes el día que tenemos la necesidad de tomar por primera vez unos mates, solos. No es casualidad. No es porque sí. El día que un chico pone la pava al fuego y toma su primer mate sin que haya nadie en casa, en ese minuto, es que ha descubierto que tiene alma. O está muerto de miedo, o está muerto de amor, o algo: pero no es un día cualquiera. Ninguno de nosotros nos acordamos del día en que tomamos por primera vez un mate solo. Pero debe haber sido un día importante para cada uno. Por adentro hay revoluciones.
El sencillo mate es nada más y nada menos que una demostración de valores… Es la solidaridad de bancar esos mates lavados porque la charla es buena. La charla, no el mate. Es el respeto por los tiempos para hablar y escuchar, vos hablás mientras el otro toma, y es la sinceridad para decir: ¡Basta, cambiá la yerba!’ Es el compañerismo hecho momento, es la sensibilidad al agua hirviendo, es el cariño para preguntar, estúpidamente, ‘¿está caliente, no?’, es la modestia de quien ceba el mejor mate, es la generosidad de dar hasta el final, es la hospitalidad de la invitación, es la justicia de uno por uno, es la obligación de decir ‘gracias’, al menos una vez al día. Es la actitud ética, franca y leal de encontrarse sin mayores pretensiones que compartir."

Lalo Mir.

miércoles, 11 de septiembre de 2013

Banda: Room Eleven

Acabo de descubrir esta banda, nueva para mí.
Se llama Room Eleven

Aparentemente, es una banda holandesa. Según la Wiki, se formó en 2004 y se separó en 2009, lo cual me puso triste, porque realmente me gusta mucho su música. La voz de la cantante, Janne Schra, es alucinante, ultra melodiosa. Y ni hablar de lo hermosa que es ella también.


Me encanta, de verdad.



Tienen un estilo muy particular: Jazz y blues se podría decir, pero no estoy de acuerdo con encasillarlos en eso porque no se encierran en las leyes de un género, sino que traspasan las fronteras.

Los integrantes son: ¡todos hermosos!



Janne Schra (Vocales)
Arriën Molema (Guitarra)
Tony Roe (Teclado)
Lucas Dols (Bajo)
Maarten Molema (Batería)




Según leí por ahí, los Molema se abrieron de la banda, y los otros tres integrantes siguieron juntos. Formaron otra banda, Schradinova. Todavía no escuché nada, así que no podría decir nada al respecto.  ¿Qué tal si me cuentan ustedes?



¿Cómo descubrí la banda? Estaba mirando qué podía comprarme online, cuando encontré una marca de carteras y zapatos muy originales (de paso recomiendo: Katakali http://www.katakali.com.ar/), cuando una canción irrumpió en mis parlantes sin pedir permiso. Y menos mal que no pidió. La canción me voló los sesos, tenía que saber de quién era, cómo se llamaba y demás. Busqué por Google, tomando parte de la canción, a ver si me saltaba la banda. Nada. Evidentemente mi oído no captaba bien las palabras. Estuve, fácil, veinte minutos estirando la oreja para agarrar pedazos de canción en inglés. Nada.
Tenía que saber el nombre de la banda, o iba a colapsar. Como buena (futura) periodista jajaja, seguí mi investigación: mandé un mail a la marca de carteras con el fin único de preguntarles sobre la canción. Nunca respondieron. Es más, creo que ni siquiera se mandó el mensaje.
De repente mi mente se iluminó. Más de una vez había escuchado hablar de una aplicación del teléfono que reconocía canciones. Todo tipo de canciones. Me bajé una, Shazam (http://www.shazam.com/), que tal como esperaba, me dijo la banda y de qué tema se trataba. Excelente. La aplicación me hizo realmente feliz.

Les dejo acá la canción que me enamoró: Some days


Dato de cholula: El video clip de Bitch, se filmó en Argentina: entre Capital, La plata y Mar del Plata. El tema es una reinterpretación de la canción que escribió Meredith Brooks, llamada del mismo modo. Claramente, todos la conocemos por la famosa escena de la película What Women Want, en la que Mel Gibson quiere pensar como una mujer, entonces se depila, se maquilla, etc.
Pongo por acá también el video así cholulean conmigo!
Fichen la imágen del video: ¿No parecen los carritos de la costanera?

Espero de todo corazón que escuchen la banda y que les guste tanto como a mí!

lunes, 9 de septiembre de 2013

Cuento: Haciendo propaganda

Haciendo propaganda
Los políticos están cada vez peor, esto fue el colmo.
Dormía plácidamente cuando sonó el despertador más temprano de lo normal. No tenía ganas de levantarme. Diez minutos más. Cerré los ojos dispuesto a dormir los maravillosos diez minutos que me quedaban, pero en cuestión de un segundo volvió a sonar la alarma. Busqué el teléfono debajo de la almohada, acostumbro a ponerlo ahí, pero esa vez no lo encontré. Se había caído al piso y estaba en el lugar más recóndito que pueda existir debajo de una cama. No me quedó otra que levantarme de la cama, tirarme al piso y agarrar el bendito celular para apagar la alarma.
Como me había levantado más temprano, decidí aprovechar ese tiempo para tomar un buen desayuno y hacer un poco de gimnasia, así levantaba el humor. Me duché, me cambié hice la mochila y, como todavía quedaba tiempo, elegí irme en bicicleta, pero antes me descargué un mapa con las bicisendas: le iba a dar una oportunidad al plan de movilidad sustentable. Apenas salí de casa me vi envuelto en el ruido habitual del tráfico de lunes por la mañana, pero preferí no hacerme malasangre por el alboroto: quería disfrutar de mi saludable viaje.
Me subí a la bici y me puse a pedalear. Tomé la bicisenda de Carlos Calvo, que era la más cercana a mi casa. Mientras esquivaba baches y pozos, trataba de no perderle atención a los contenedores en el medio del camino, las motos que usaban la ciclovía como autopista y a los autos que paraban con balizas como si fuera un área de detención.
Luego de una cuantas cuadras, y una vez que hube agarrado el ritmo de la ciudad, miré mi reloj para asegurarme de que las complicaciones que había sufrido no hubieran alterado mi horario de llegada. Tenía tiempo de sobra. Un segundo después, levanté la vista y antes de que me pudiera dar cuenta, pasé por encima de una bolsa de basura que, evidentemente, se había caído por la mala recolección de los residuos. Irónicamente, luego de cerciorarme de que todo estuviese bien, un vidrio me pinchó una goma.
Rápidamente me bajé de la bici y caminé hasta San Juan, la avenida más cercana, para buscar alguna biciletería donde pudiera arreglar la rueda averiada. Al llegar a la avenida, un local de empanadas me hizo recordar que por ahí vivía María, amiga del secundario. Por suerte, y qué buena casualidad, en la planta baja de su edificio había un taller de bicis ¡Una bien! Me encaminé para ese lado. Me dijeron que no pasaba nada, que era un arreglo fácil,  y que podían tenerla lista para esa misma tarde. Les pregunté qué me podía tomar hasta Alem y Corrientes. Me contó que a dos cuadras había un puesto de bicicletas del gobierno, en el cual me prestaban una bici por determinado tiempo. Podría haberme tomado un bondi, pero ya venía con inercia para hacer ejercicio. Le agradecí al señor y me fui corriendo.
En el local me hicieron llenar unos papeles, firmar acá y allá. Llamaron a casa de mis padres para aseverar que era yo y preguntarles algunos datos. Mientras esperaba la confirmación del muchacho de camiseta amarilla, me tome el atrevimiento de agarrar un caramelo del frasco que se encontraba en el mostrador. La envoltura también era amarilla y tenía un triángulo negro. A pesar del motivo del dulce, lo vi apetecible. El hambre me estaba matando, así que lo comí placenteramente. Tenía un gusto indescifrable, pero no estaba mal: un baile de sabores confluyó en mi boca. Al tiempo que recordaba que tenía que ir al trabajo, el muchacho me dio el ok, así que tomé la bicicleta que me correspondía y me fui. Salí del local al grito de “muchas gracias” y volví al ruedo.
Retomé Carlos Calvo hasta San José, donde tuve que desviarme porque estaban arreglando la calle. Era plena hora pico y, sin embargo, no me importó. De hecho, pensé en que la calles gastadas del centro se merecían una reforma para evitar choques e incluso la misma destrucción del automotor, ya que había demasiados baches en esta zona. Ni se me ocurrió pensar en los costos de dicho arreglo ni en el dinero empleado en los mismos, que, dicho sea de paso, podría haber sido destinado a la educación pública, a la salud, etc.
Continué muy cómodamente mi camino. Llegué a la 9 de Julio en un santiamén. Me dispuse a cruzarla ni bien abriera el semáforo, cuando un silbato ensordeció mis oídos: un muchacho uniformado con los mismos colores y motivos que el que me había atendido en el puesto de bicicletas me llamo la atención por haberme detenido sobre la senda peatonal. Desde que se inauguró el Metrobus, la principal avenida de la ciudad había sido copada por la guardia urbana. Pensé en lo bien que estaba que hubiera control en una avenida tan caótica, en lo ordenado y ágil que se había vuelto el tránsito en esta zona, y en el buen mantenimiento de las instalaciones. Claro, no me acordé del presupuesto de las obras, de que significaba la destrucción de un símbolo patrio, de que se habían talado muchísimos árboles para su construcción, ni en que se había pintado la principal avenida porteña de color amarillo, convirtiéndola en más propaganda política.
Seguí mi camino por Tacuarí, pedaleando rápido porque ya se me hacía un poco tarde y no sabía cuánto podían demorar los trámites para la devolución de la bicicleta. Al llegar a México me encuentro con otro desvío por arreglo. Qué suerte que la ciudad esté en proceso de renovación, pensé. Ni se me cruzo por la cabeza recapacitar acerca de que todas esas obras al mismo tiempo y tan desorganizadas podían ser resultado únicamente del mal planeamiento de las mismas, ni en la cantidad de dinero que habían costado, que, por supuesto, era absurdo. En mi cabeza todo era fácil y llano. Ignoraba los detalles que escondían estos trabajos. Resultaba muy cómodo pensar en lo linda que estaba quedando la ciudad. Continué en mi pequeña burbuja hasta llegar a Bouchard y Lavalle, donde hice los trámites correspondientes y dejé la bicicleta sin pagar un peso. Estaba contentísimo.
Una vez que hubo terminado mi jornada de trabajo, llamé a la bicicletería para preguntar si ya estaba arreglada la goma. Me dijeron que recién para las siete de la tarde iba a estar lista, así que decidí pasar a visitar a María, que vivía justo arriba del taller. Me tomé un bondi y fui a su casa. Cuando llegué me recibió con un rico bizcochuelo y unos mates. Nos pusimos al día: hablamos del trabajo, de los amigos, de cine, de política. Lo de siempre. La charla, como acostumbraba, era entretenidísima. En un momento, como se había acabado el agua caliente del mate, María se levantó para calentar un poquito más. Mientras estaba en la cocina, me dijo sobresaltada: “¿Te enteraste de la nueva propaganda del Gobierno? Hicieron unos caramelos que cambian tu opinión política. No sé bien cómo funcionan, pero me parecen totalmente antidemocráticos ¡Es una guachada!”. El recuerdo de esta mañana se me vino automáticamente al cerebro. No lo podría creer. No se puede confiar en nada amarillo y negro, ni siquiera en algo tan dulce como un caramelo. Le pedí que me abra inmediatamente la puerta: tenía que ir ya mismo a reclamar.
Fui al local de Virrey Ceballos y me atendió otro chico de remerita amarilla. Le pregunte cómo podía hacer para revertir urgentemente el efecto. Me dijo que me tenía que dirigir a la sede central, pero que atendía estos casos sólo el primer día hábil de la semana, de diez a quince horas. Le insistí: necesitaba una solución y no podía esperar hasta el lunes siguiente, no podía ser conformista durante siete largos días. Además, ¿quién sabe? Quizás quedan secuelas… o me quema neuronas ¡Capaz se vuelve permanente! No. Me tenía que deshacer del efecto ya.

El muchacho me dijo que él conocía un remedio casero, pero que tenía terminantemente prohibido decírselo a los clientes. Agregó que yo tenía cara “de buen pibe” e incluso insinuó algo como “favor con favor se paga”. No con esas palabras, claro, pero leyendo entre líneas cualquiera llega a la misma conclusión: tenía que soltar un Roca si quería curarme. Hurgué en mi billetera, pero ni hablar del falso prócer. Asomó un Sarmiento, algunos Rosas. Los junté hasta que llegué a los cien pesos. “Cuando llegues a tu casa, toma siete tragos de agua sin respirar, y listo”, me respondió. “¿Como el hipo?” “Exactamente”.

viernes, 6 de septiembre de 2013

Crónica sobre el encuentro con Ariel Idez y Martín Kohan

Un nuevo modo de enseñar, una experiencia distinta
       Del vínculo virtual al encuentro concreto
entre escritores y lectores


En el pasado mes de junio, los alumnos de Ciencias de la Comunicación de la UBA tuvimos la posibilidad de interactuar con dos autores que habíamos leído durante la cursada: Ariel Idez y Martín Kohan.
Nuestra primera aproximación a Ariel Idez fue a través de la lectura de su novela La última de César Aira, publicada en 2012 por la editorial Pánico al pánico. Aquí, el autor crea una figura narrativa despreocupada e inescrupulosa, por lo cual uno tendería a imaginarlo con una personalidad semejante a la de su narrador. No obstante, cara a cara la impresión que nos dejó fue distinta: se mostró tímido, retraído, algo tenso y desconcertado al verse envuelto en la situación de estar frente a tamaño auditorio compuesto no solo por meros lectores sino por lectores críticos; seguramente habíamos hecho algún análisis sobre su primera novela.
Idez es un joven escritor, licenciado en Comunicación y docente de la UBA. Actualmente colabora en los suplementos culturales de Página 12 y de Perfil, participa en un programa radial y escribe en el blog “El Mate Tuerto” que comparte con su íntimo amigo y colega Matías Pailós. En la charla se mostró muy jovial, pero sus nervios dejaron entrever la inexperiencia propia de la juventud.
A medida que avanzaba la charla Ariel iba desinhibiéndose para dar lugar a que emerjan dejos de aquél narrador inescrupuloso que había creado para contar las travesías del Enano Más Sexy del Mundo.  Quizás este comienzo algo estructurado se debió a su decisión de iniciar la clase con la lectura de un texto previamente escrito. En él, el autor se propuso explicarnos cómo concibe la relación entre la Comunicación y la Literatura; para ello recurrió a su experiencia personal: su paso a través de nuestra carrera.
Nos contó cómo fue descubriendo su vocación: a medida que avanzaba con sus estudios iba despertándose en él el interés por la literatura. Durante la cursada de una de las primeras materias de la carrera, precisamente Taller de Expresión I, se produjo su primer acercamiento al mundo literario; fue un “camino de ida”. Cada libro que llegaba a sus manos lo impulsaba a leer otros y esos otros, otros más. Cada autor que leía dejaba en él una impresión diferente, pero sólo algunos, sus favoritos, lo marcaron a nivel personal y dejaron huellas en su prosa. Estas nuevas lecturas lo tentaron a querer encarnar el rol de escritor, y así fue como se animó a escribir sus primeras líneas. Define este proceso como un círculo virtuoso entre lectura, experiencia y escritura. Un claro ejemplo de esto es la mismísima novela que trabajamos, en la cual se refleja permanentemente la intertextualidad con la obra de César Aira, e incluso se puede ver un dejo aireano en los modos de estructuración sintáctica en su escritura.
Para ilustrar su idea sobre el vínculo literatura/comunicación, Idez sostiene que un comunicador está mejor preparado para enfrentar los obstáculos que presenta el mundo literario gracias a las aptitudes brindadas por el estudio en el campo comunicacional: por un lado la carrera le proporciona al estudiante un gran contenido de cultura general, y por el otro también le otorga distintos modos de análisis, diversas focalizaciones. Así es como Ariel explica que tantos literatos contemporáneos hayan surgido de la carrera que nos compete; ellos cuentan con una gran facilidad para comunicar aquello que desean expresar: la escritura es un acto comunicativo.
Una vez hubo acabado de leer el texto que había escrito especialmente para la ocasión, se dispuso a respondernos las preguntas que le planteásemos. La primera fue muy atinada: “¿Cómo se le ocurrió la novela?”. Esto disparó los pensamientos de todos, y una extrema curiosidad ya que en esa interrogación se resumían muchas de las dudas de todos. Para dar contestación, en primer término, describió su gran admiración por el autor que inspira la obra, y agregó que entendía que él no había sido el único estimulado por el autor, pero que no quería que su novela se convierta en otra novela aireana. Entonces, debía diferenciarse del resto de los, como él los llama, “imitadores de Aira”: su novela no sólo iba a tener el estilo del escritor, sino que además se iba a proclamar aireana, iba a asumir su condición de inspirada en el excéntrico autor.
Para continuar con el relato acerca de “cómo se le ocurrió”, refirió a una anécdota personal, en la que él y una amiga suya conversaban sobre “la última de Cesar Aira”, pero cada uno se refería a un libro diferente. Luego, y para cerrar la historia, dijo que siempre se habla de cómo distintos escritores fueron definiendo la historia, y cambiando el presente o el futuro. Esto lo llevó a pensar sobre la posibilidad que otorga la literatura de crear mundos. Entonces, si un escritor puede crear un universo, por qué no también, puede destruirlo. Así fue cómo surgió la idea de su novela.
En respuesta a otras preguntas Idez nos comenta cómo llegó a publicar La última de Cesar Aira, y nos dice que no fue nada fácil. De hecho desde que la terminó de escribir hasta que devino libro, pasaron varios años, de los cuales no sólo no reniega, sino que además está orgulloso.
Otra pregunta fue si se sentía identificado con algún personaje, sobre todo con el Enano Más Sexy del Mundo, a lo que el joven escritor contestó que no y sí a la vez: que él tiene algo de todos los personajes, o que todos tienen algo de él. Supongo que es algo parecido a lo que nos pasa a cada uno de los lectores con la literatura, en especial cuando leemos un libro que nos apasiona: podemos encontrar en todos los personajes un mínimo reflejo de nosotros mismos.
Ariel Idez se fue mostrando cada vez más suelto y extrovertido. De vez en cuando hacía un chiste, se reía, hacía acotaciones perspicaces y cargadas de humor. Se lo vio  muy despierto y acertado, tal cual uno se lo imaginaba al leer su novela. Su lucidez e ingeniosidad daban ganas de ir a algún lugar tranquilo y sentarse a escribir, para ser un poco como él. Él intentando ser como Aira, nosotros queriendo ser como él, y continuando, así, el círculo virtuoso de la literatura.

            Pasaron dos semanas y tuvimos la oportunidad de vivenciar una experiencia similar y a la vez antagónica: esta vez nos visitó el reconocido escritor Martín Kohan.
            Durante la cursada del primer cuatrimestre habíamos leído una novela a elección entre tres: Dos veces junio, Cuentas Pendientes y Bahía Blanca. Éste había sido nuestro primer paso para ir conociendo al autor. El segundo paso fue, para aquellos a quienes nos gustó lo que leímos, googlearlo. Investigamos un poco y descubrimos que, además de escritor de varias novelas, ensayos y libros de cuentos; es crítico literario y profesor de la UBA. Las expectativas se multiplicaron y la ansiedad llegó a niveles no imaginados.
            Efectivamente, el encuentro se produjo. Esta vez no teníamos una imagen mental de cómo podría ser el autor, ya que no podíamos jamás identificarlo con el narrador de Dos Veces Junio, la novela que habíamos leído. En ésta, el narrador es un médico aprendiz funcional a la Dictadura del ’76, frívolo y desalmado. Por esto, más allá de la genialidad que, suponíamos, tenía Martín, su perfil estaba abierto.
            Para dar comienzo a la charla, Kohan nos advirtió que no sólo nosotros teníamos altas expectativas acerca del encuentro: él también estaba lleno de miedos y suposiciones por ver concretado el vínculo escritor-lector, sin el libro como intermediario. Describió su tarea como solitaria, ya que escribe para un otro conjetural, que no está.
            A continuación, Martín convirtió la charla en una clase, lo cual resultó maravilloso. No sólo tuvimos la posibilidad de interactuar con un escritor de renombre, sino que, además, nos contó su “fórmula ganadora”. Su enseñanza se refirió a la narración y los modos de narrar, empezando con una introducción acerca de la tan bastardeada dicotomía forma/contenido en términos de “la narración” y “lo narrado”, respectivamente. Expuso que, si bien es una reducción, es necesario tenerla en cuenta y debe ser recuperada. Claro está que no son dos objetos, ya que no hay  nada del orden de lo narrado que exista independientemente del orden de la narración.
            La hipótesis que el escritor sostiene y sobre la cual hizo hincapié durante toda la charla es que la literatura es la pregunta por el “¿Cómo decir?”, más que por el “¿Qué decir?”. Sin embargo, explicó que existe una literatura de “lo narrado”: ésta hace de los libros una mera mercancía, alejándolos del arte. Se habla de la temática y se llega a transformar una buena historia en una historia que vende. Martín se opone a esta idea y afirma que una buena historia debe tener su pregunta fundante en el cómo. Contó, para ilustrar la parte capitalista del arte escrito, su experiencia en la Feria del Libro de Frankfurt. Comparó la situación que había vivido con la Bolsa de Valores de Tokio, y según sus palabras “era la expresión descarnada del comprar y vender historias”.
            Una vez hubo aclarado que lo más importante en literatura es la narración, nos explicó cómo narrar.  Es decir, nos dijo que nos preguntáramos por el cómo y nos dio una ecuación para la respuesta. Las decisiones sobre la narración son decisivas ya que van a determinar la forma del texto en su totalidad. Inventarlo es el primer paso de la historia, es la primera ficción. Encontrar el narrador de una historia significa darle un tono y una distancia: especificar la relación que va a haber entre la narración y lo narrado. Luego tradujo a qué se refería con estos términos. El tono expresa los matices del texto: ironía, afectividad, odio, preocupación... A la distancia, si bien no encontró las palabras precisas para definirla, la ilustró de modo muy acertado y entendible comparándola con “eso que hace un pintor”: se puede pegar a la tela para ver el detalle más minúsculo, o también puede dar dos pasos para atrás y así ganar perspectiva panorámica, visión de conjunto.
            Otra forma de establecer la relación entre el narrador y lo narrado es definir cuánto sabe este narrador. El narrador que se acostumbra a utilizar, sobre todo cuando es un narrador de tercera, es aquél que sabe más que el lector y de a poco va soltando la información que tiene. Por eso se lo llama omnisciente. Kohan nos planteó la posibilidad de crear un narrador que no sabe, donde el lector está un paso más adelante que el narrador.
            Cuando se construye un texto se crean distintos tipos de relaciones y distintos tipos de identificación posibles: existe una identificación entre el autor y el narrador, o entre este último y el lector, o incluso entre el lector y otro personaje. Sin embargo, así como se puede generar identificación, también se pueden construir opuestos, crear antagonismos.
            Como cierre de su exposición, concluyó que la vieja dicotomía forma/contenido estanca cuando es pura forma, o puro contenido. Lo ideal, que lleva a la construcción de buenas historias, es que el contenido importe solamente como emanación de la forma: lo narrado es constituido por la narración.
            Al terminar su discurso sobre qué entiende él por literatura, Kohan se dispuso a contestar pregunta. La primera duda que se le planteó se refirió a su forma de escribir. En primero lugar, hizo la distinción entre lo que entiende como texto y lo que entiende como libro, siendo el texto lo que es construye en el proceso de  escritura y el libro el texto que devino mercancía accesible para todo público. Contó que él escribe a mano, con una lapicera pluma que le regalaron sus padres cuando se doctoró, y en un cuaderno de doscientas hojas marca Rivadavia. Describió el placer físico que le provoca el acto de trazar letras en la hoja, por su textura, su olor, por la forma en que uno, toca, sujeta, abraza el texto cuando lo escribe. Agregó que ha intentado hacerlo en la computadora, pero fue un fracaso, ya que “el ritmo en que aparecen las palabras en mi mente se acompasan con el ritmo de escritura a mano”.
            Otra pregunta fue “¿Qué pasa si tiene que reescribir un largo fragmento?”. En ese caso, desecharía lo que está escribiendo: a un texto le hace pocas correcciones, contrariamente a lo que cualquiera puede imaginar. Sí agrega anotaciones a los márgenes o a pie de página. Reveló que es más común en él agregar oraciones o palabras antes que tachar algo que escribió. A lo sumo reescribe una frase, pero no la elimina. Corregir es escribir, concluyó como respuesta.
            Confesó que antes de sentarse a escribir necesita tener todo muy bien pensado. Es menester haber previsto el narrador, y la idea, es decir las historias que se va a relatar. En este momento Kohan logra eliminar los parámetros de  escritor que uno tiene incorporados, abriendo un mundo de posibilidades. Contrario al escritor aventurero y excéntrico que uno siempre imagina, reveló que no le gusta la incertidumbre, la sorpresa, el titubeo; necesita tener todo calculado previamente. No obstante, agregó que el texto también sigue una lógica que debe ser seguida: no sólo él decide cómo continuar, el relato también tironea.
            Hubo más preguntas, sobre todo acerca de los libros leídos. Respondió dudas referidas a la forma de escritura de Dos veces junio: tal como estaba escrito en el libro estaba en el texto, ya que si, por ejemplo, lo que buscaba al relatar la formación del equipo argentino era generar suspenso, y a la vez un poco de agobio, él también debía sentir eso mismo. Los fragmentos de los cuales está formado cada capítulo, consiguen crear, entre cada uno de ellos, un silencio cargado de tensión, una pausa insoportable, como si se tratara de una ópera. En cuanto a la numeración de los capítulos, expuso que se debía a la frivolidad numérica que supone la tópica principal de la novela: calcular la edad a partir de la cual se puede torturar a un niño.
            En cuanto a Cuentas pendientes dijo que no es una novela acerca de lo que la narración relata, sino que es acerca de lo que cuenta la narración. “Es puro narración, puro punto de vista”. Está escrita en primera persona, pero parece en tercera. Empieza con la frase “Tengo para mí…” convirtiendo todo lo posterior en puras conjeturas. Aquello que parecían certezas debido a la narración en falsa tercera, era pura suposición. Esa suposición es la imaginación del narrador, y la plantea en la novela como algo terrible, algo no grato. Imaginar, que supone algo lindo y positivo, se transforma en una tortura, un agobio.
            Una compañera bahiense comentó que había elegido leer Bahía Blanca, y preguntó qué era lo que lo llevó a elegir dicha ciudad. Para dar respuesta Kohan aclaró que nada de lo que dice sobre la ciudad del sur de Buenos Aires es lo que él piensa, y volvió a decir algo que desencajó al alumnado, apartándose otra vez de los parámetros  y del estereotipo del escritor: “Yo no pienso nada de los lugares a los que voy. No soy curioso, carezco de esa virtud” y agregó “yo como milanesas con puré donde esté”. Un escritor no curioso es para mí algo inconcebible. Una vez hubo esclarecido esta cuestión, contó que lo que lo llevó a elegir la ciudad de Bahía Blanca fue su fama de yeta. Define a su libro como una novela mitológica, ya que la ciudad de la que trata está cargada de negatividad.
“Una novela son constelaciones de ideas que se tocan entre sí”, sostuvo. Por ejemplo, en Dos veces junio los esquemas eran: la tortura del niño, contar una historia en una noche, que esa noche pierda su único partido el equipo argentino del mundial del ’78, contar ese mundial en clave de tristeza y no en clave de alegría… Por otro lado, en Bahía Blanca, las ideas que se entrecruzan son la yeta y el olvido, sin mencionar que tanto el nombre de la ciudad como el del puerto hacen referencia al blanco, como la frase “ponerse en blanco”, es decir, olvidar.

Siempre que uno lee a un autor, sobre todo cuando lo hace en el ámbito escolar, lo vuelve mítico, inaccesible, lejano en tiempo y espacio, inalcanzable. A partir de esta experiencia, los alumnos pudimos humanizar a aquella persona que se encuentra detrás de los textos que leemos. Al encontrarnos con Kohan y con Idez no sólo pudimos convertirlos en seres de carne y hueso, sino que además tuvimos la posibilidad de identificarnos con ellos en diversos aspectos, como la timidez de Ariel, o la carencia de curiosidad de Martín.
Fue muy distinto reírse de las aventuras del Enano Más Sexy del Mundo, que reírse con el autor de dichas aventuras. Fue totalmente diferente (y mucho más difícil) tratar de desenmarañar las tácticas y estrategias de narración que utilizó el autor de Dos veces junio, a que él nos las contara una por una, dándonos el pie, incluso, a que creemos nuestros propios métodos de contar una historia.


Tuvimos la oportunidad de vivenciar algo que nos desarticuló, sacándonos del lugar cómodo en que estábamos. El hecho de que un escritor sea terrenal y esté a nuestro alcance, nos obliga a no quedarnos sentados, evidencia nuestra haraganería y nos exige movernos.