jueves, 10 de octubre de 2013

De cómo mi hogar trasciende las puertas de mi casa

Consigna: Elija un lugar y visítelo tres veces seguidas, en distintos momentos, durante tres horas cada vez, tomando nota de todo lo que nota y observa. En base a esas notas elabore un texto increíble que dé cuenta del lugar. Lecturas: “Atardecer de domingo junto al Río Hurón”, de Charles Baxter, y Tentativa de agotar un lugar parisino, de Georges Perec.

De cómo mi hogar trasciende las puertas de casa

Esta zona de Capital es un barrio, lo que se dice barrio. Como toda zona residencial, está llena de matices. Mi casa queda justo en el límite entre Monte Castro y Devoto, y si vas hasta la esquina y cruzas, estás en Villa del Parque. Los tres son barrios de vieja chismosa. Esta cuadra tiene un color particular, algo que la diferencia de todas las otras cuadras de Capital: que acá me crie, en este lugar crecí. Es por eso que la elijo como el lugar perfecto para describir: porque conozco cada cara que pasa por acá, porque estoy condenada a cruzarme con alguna de ellas cada vez que salgo de mi casa, porque nunca llego a la parada del colectivo sin soltar un saludo en el camino.
Mi cuadra, la de Matorra al 3900, entre Martín V Dominguez y María Manca, es parte de mi vida, me suena tan particular, tan distinta. Sin embargo, lo leo acá y parece una cuadra más de todas las cuadras de Capital, o de Buenos Aires, o de quién sabe dónde. Cuando me piden mi dirección, respondo con ese cantito, una melodía ya automatizada que explica el lugar en el cual se encuentra mi casa, la referencia justa para que el otro pueda llegar sin problemas, sin perderse. ¿Por qué le negamos al otro tanta información? Omitir detalles, tales como que la casa de la esquina es el principal símbolo de la cuadra por las enamoradas del muro que tiene a cada lado de la puerta, o que no hay un solo negocio en toda la manzana, o que el garage de enfrente más que un garage es un club de amigos, le quita la magia. Es como un alfajor sin relleno, como un vestido de fiesta sin tacos altos. Propongo que cuando invitemos a alguien, en vez de hacer un tour por nuestra casa, lo hagamos por nuestra cuadra. Por toda la información que descuidé e hice a un lado sobre este increíble lugar, es menester que haga catarsis de datos silenciados, es necesario soltar todo aquello reservado acerca de mi cuadra.
 En invierno, el sol ilumina la cuadra desde las ocho y media hasta las seis de la tarde sin descanso, dotándola de una calidez desacorde a la época del año. No tiene muchos árboles, tampoco son escasos. Tiene la cantidad justa. Hay tilos, jacarandás, una tipa, ficus y alguno que no reconozco: están, en su mayoría, pelados. Las casas son eso, casas. Hay un solo edificio: 5 pisos contando planta baja. Hay un dúplex en frente de casa, y también varias casas chorizo. La de al lado de la mía es una. Viven tres o cuatro familias: En el primer departamento, el que tiene ventana a la calle, vive Aída, una abuelita que desde que tengo uso de memoria está igual, se viste igual, se peina igual, usa los mismos anteojos y, claro, vende Avon. Solía vivir con su hermana, Anita, que creo que se volvió loca y falleció. Atrás de mi querida revendedora, habita un barrabrava de San Lorenzo, a quien – no entiendo por qué – mi papá admira. Tiene un dóberman demasiado ruidoso, aunque ahora que lo pienso, no lo escucho más cuando entro a casa… y un hijo que no vive con él, pero que cada vez que viene nos toca timbre para que le devolvamos la pelota que colgó en nuestro patio de entrada. Más atrás vive una familia: una mujer de unos cincuenta años, a la cual mi padre llama “El gato de al lado”, su nuevo marido de edad parecida, sus dos hijas veinteañeras y su nieta de cuatro años. Hay una casa más atrás, pero no sé si sigue habitada, o si la usan de depósito.
Los autos estacionados nunca faltan. Están los que duermen afuera, y los que están de paso. Están los viejos y los no tan viejos. Pero hay uno, al que nombramos Freddy, que llama particularmente la atención. En primer lugar, porque es amarillo y está muy entrado en años. En segundo lugar porque siempre está: jamás llegué a mi casa y Freddy no estaba estacionado. Y en tercer lugar, nunca está en el mismo lugar, lo cual significa que lo usan. No sé cuándo ni quién, pero Freddy se usa, o tiene vida propia.



  
Miércoles 21 de agosto, 11:45 horas
Se escucha que Jorge, uno de los señores que trabajan en el garage, hablando a los gritos desde adentro del galpón.
Pasan personas, grandes en su mayoría. Todos me miran. Pasan autos, y me miran. Pasan parejas, personas solas, amigos. Pasan muchos, pero llama la atención un chico. Se muestra apocado: camina lento y mirando al piso, sus hombros están recogidos y los puños cerrados suavemente. Parece ser tímido, y sin embargo su buzo tiene inscripto en letras grandes, mayúsculas, “I ROCK YOUR WORLD”.
A la vuelta de casa hay una escuela, entonces por acá siempre pasan chicos. Son casi las doce del mediodía y hace un frío de aquellos, los chicos están por salir de la escuela. Es uno de los pocos miércoles fríos que hubo en el año, y yo tengo que sentarme durante tres horas a la intemperie. Sin embargo el sol está acá, al pie del cañón, intentando entibiecernos un poquito. Dobla la esquina una maestra. Señoras y señores, empieza el desfile de guardapolvos. Viene hablando con una señora, madre de algún alumno, supongo. Más adelante dos chicos corren, ambos de delantal, pero ninguno lleva su mochila. “Chicos, no se alejen”, les dice la Seño; a la madre no le preocupa. Cuando ambas mujeres cruzan por adelante mío, miran extrañadas mi cuaderno. Levanto la vista, y me clavan la mirada en los ojos. Están muy extrañadas, hasta un poco asustadas, quizás.
Las primeras de muchas miradas desconfiadas de la jornada.
De la escuela pasan:
-Una madre con dos hijas (cinco y siete años). La madre lleva dos mochilas
-Otra madre con un perro y un niño (seis años). El niño lleva al perro. La madre, la mochila.
-Un niño (nueve años) corriendo. Lleva su mochila carrito que golpea en cada baldosa. La madre va media cuadra más atrás. Camina lento. No le saca los ojos de encima
-Una madre más con cuatro niños (de tres a diez años). Cada niño lleva su mochila. Los dos más chicos tienen el delantal puesto, los dos más grandes, no.
-Un padre con su hija (13 años). La niña viste guardapolvo. El padre viste traje. El padre lleva una mochila rosa furioso. La niña le cuenta una historia: “Nena, dejá de criticarme, es mi sueño, así que no te metas.”
-Una madre particular: va con una mochila rosada, de princesas, y un delantal en la mano. No lleva niños. Seguramente fue a buscar a su hija a la escuela y la nena se terminó yendo a la casa de una amiguita.
            La única parte de la cuadra que está sucia, al menos hasta donde puedo distinguir, es mi vereda. El Jacarandá es un árbol hermoso, uno de los más pintorescos, pero hace demasiado chiquero: en otoño tira sus hojas, en invierno semillas y ramitas, en primavera y verano flores que arman una pasta resbalosa en el suelo. Hay otros tres jacarandás llegando a la esquina, pero no llego a ver el piso. Supongo que estarán igual de desastrosos que este.
            En frente de mi casa está el contenedor de basura. Lo ponemos ahí para que los coches no estacionen demasiado cerca de nuestra chochera. Más de una vez nos han tapado la salida y mamá se tuvo que ir en tren al trabajo. Miro al tacho y recuerdo los insultos y rayones ocasionados por autos mal estacionados. Lo observo un poco mejor y veo que tiene escrito “Baigorria y Emilio Lamarca”, cruce que queda a unas tres cuadras de Baigorria y Bahía Blanca. Tenga cuidado señora: en esta cuadra somos chorros.
            Cada vez que mis anotaciones me dan un respiro levanto la cabeza y trato de observar. Del lado izquierdo de la cuadra no hay absolutamente nada, no pasa un alma. Entonces miro para la derecha. Silencio. Ni siquiera pasan autos. De repente, de la nada, aparece un niño de menos de cinco años. Sale de su casa haciendo un salto en largo: parece volar. Son increíbles las habilidades físicas de los chicos más pequeños. La relación tamaño del infante/trayecto recorrido es totalmente desproporcionada, y sin embargo lo hizo sin esfuerzo. Atrás suyo sale su familia. Son una pareja joven y fresca. Cruzan la calle y entran al garage. Jorge los recibe con un griterío indescifrable. De allí sale un taxi que, inexplicablemente, está ocupado, con taxímetro encendido y todo. Detrás sale la familia en una suran.
            Un hombre de unos treinta años se carcajea fuertemente. Me llama poderosísimamente la atención. Me fijo bien, me intriga saber de qué se ríe. No está acompañado, no está hablando por celular y no tiene auriculares. Algún divertido recuerdo se le debe haber aparecido en la mente, de esos que están tan frescos como si hubiesen ocurrido recién y que impiden cualquier clase de censura para la risa. Esos, sin duda, son mis favoritos. El hombre me transmite su alegría y sonrío como si fuese yo la que se está acordando de algo.
A eso de la una y media de la tarde llega una kangoo bordó metalizado con un choque en la puerta y estaciona en frente de mi casa, pero de modo que no puedo ver a quien esté adentro. Escucho un freno de mano. No baja nadie del auto.
            Sale Olga del edificio de la cuadra. Es la típica vieja cascarrabias del barrio, y tal como el estereotipo manda, siempre anda con su perrito. Me mira con cara de chupé-un-limón, que creo que es su cara habitual, y camina hacia la esquina izquierda, lo cual significa que va a pasar por mi casa. El intento de animal se le adelanta dando pasos muy cortitos, pero muy ágiles. Justo en frente mío se detiene, olfatea el árbol, levanta la pata y le hace pis a mi Jacarandá, en mi cantero, pisando mis plantas. “Señora, por favor, el perro”, le digo. Olga ni se mosquea, me pasa y sigue caminando. “¿Puede sacar a su ratita de mi cantero, por favor?”, insisto. Se da vuelta, me mira, mira a su perro y da dos pasos para adelante, mirando al animal. Me levanto con cara de yo-chupé-más-limones, la vieja se asusta y por fin hace algo para que su caniche deje de arruinar mis plantitas.
            Nunca había notado la cantidad de bicicletas que pasan por esta calle. No hay bicisenda, ni nada. Pero parece ser que en Villa del Parque, Montecastro y Devoto las bicis tienen éxito. Pasan un montón: abuelos, gente trabajadora, jóvenes que escuchan música, jóvenes que no agarran el manubrio, jóvenes en shorts, chicas de a dos, chicos de a dos, chico y chica juntos. Bicicletas playeras, bicicletas deportivas, bicicletas grandes, bicicletas con rueditas. Bicicletas por la calle, bicicletas por la vereda, bicicletas en contra mano, bicicletas llevadas con las manos.
A las dos y teinta y cinco de la tarde, entra una abuelita con bastón a la cuadra por la esquina derecha. A las dos cuarenta y tres llega hasta la puerta del edificio. No llegó ni a mitad de cuadra y tardó ocho minutos.

Jueves 29 de agosto, 14:00 horas
            Por la cuadra de enfrente va caminando una chica de veintiocho, treinta años, cuya cara me resulta conocida. Debe ser vecina. Carga muchas bolsas de supermercado. En total, habrá gastado cinco pesos en bolsas. Debe venir de Coto, no se hacen compras semejantes en el chino. Se detiene en su casa. Trata de buscar las llaves para abrir la puerta, pero no puede. En el intento se le cae una bolsa y se desparraman los productos que compró. Muy astutamente, apoya en el piso todas las bolsas que tiene en su mano derecha, saca las llaves, abre la puerta, agarra las bolsas que soltó, da un paso hacia adentro y deja las bolsas. Automáticamente vuelve a salir, junta todas las cosas que se le habían caído, entra a su casa y cierra la puerta.
            Viene caminando por la derecha un hombre de traje azul oscuro y porte distinguido. Lleva anteojos de sol, el saco prendido y la corbata con nudo grande. Justo en frente de mi casa, se aclara la garganta y, sin previo aviso, escupe su catarro en mi cantero, en mis plantas, en mi jacarandá. Que mi casa tenga un murallón lleno de graffitis y sea casi lo único antiestético del barrio en su totalidad, no significa que pueda ser utilizado como el baño de la cuadra. La semana pasada fue el perro, ahora, el señor - que, al final, de distinguido tenía solo el porte -, ¿qué viene después?
            A eso de las 15.30 de la tarde llega la misma kangoo que había puesto el freno de mano el miércoles pasado, pero cuyo conductor nunca bajó. Esta vez sucede exactamente lo mismo. Puede ser un detective privado que sigue a alguna vecina para averiguar si engaña a su marido, o capaz es un secuestrador que está investigando a su próxima víctima, o quizás simplemente está cansado y quiere dormir la siesta, o también puede ser un alumno de Taller que observa, como yo, para hacer un trabajo.
            Hay tres palomas en un cable, sentadas una al lado de la otra. Dos de ellas vuelan hacia otro cable, donde se sientan a hacer lo mismo que hacían antes: nada. La tercera, que se quedó sola, vuela también hacia donde están las otras, pero estas vuelven a cambiar de lugar, dejando a la tercera paloma sola otra vez. La escena se repite una vez más: la paloma solitaria busca a la pareja de palomas, pero éstas, en el momento en que se les acerca, vuelan. Esta vez, como ya no se la bancaban más a la otra, se van.
            La kangoo del choque en la puerta, la que había puesto el freno de mano, la que despertaba sospechas, se pone en marcha. Acelera y se va.
            Un muchacho de unos treinta años pasea a sus tres ovejeros alemanes. Tienen pelo largo y son de un marrón oscuro. Los tres iguales. Él parece sacado de un videoclip de Calle 13, con cadenas en el cuello, bermudas y cabello rapado.
            Un hombre sale de la casa de Rocío, compañera mía de la primaria en el colegio de acá a la vuelta. No lo conozco, no es de su familia. Él se abrió la puerta, y él se la cerró. Es decir, tiene un juego de llaves. ¿Quién será? Al irse, camina hacia su auto: se va a subir a una kangoo. ¿¡Qué!? ¡Por anotar todo lo que veía me perdí un detalle tremendo! La kangoo bordó que puso el freno de mano, la que tiene un choque en la puerta, la que observa, duerme o acosa, ¡no se fue! Simplemente cambió de lugar, etacionó más cerca de su lugar de destino. Camila - la perra Golden de mi amiga - está tranquila en el balcón, así que podemos descartar la teoría del secuestrador.
            Una chica, uniformada como médica, andando en bicicleta y hablando por celular. Si la viese mi profesor de biología de quinto año diría que está en triple falta: no lleva casco, no debe hablar por celular mientras conduce, y tiene el uniforme del hospital puesto fuera de su trabajo, lo cual es antihigiénico e insalubre. Siempre repetía que el fin de usar ropa especial para trabajar era no llevar virus y bacterias de un lugar a otro. “¡Para eso que trabajen en jean y remera!”, concluía.
-Medios de transportes que pasaron durante la jornada, ordenados de menor a mayor: motos: 15; camionetas: 28; camiones: 29; bicis: 33; autos: 206.
-Colores de los  esos autos, ordenados de menor a mayor: amarillo: 1; taxi libre: 1; dorados: 4; verdes: 6; azules: 10; rojos: 14; taxis ocupados: 17; blancos: 25; negros: 27; grises: 101.
            Sábado 31 de agosto, 16:35 horas
            Para recibirme, pasa un auto negro con la música a todo volumen. No llego a reconocer la banda. En casi todos los autos que pasan con el estéreo a todo lo que da, se escucha electrónica o reggaetón. En este, no. No estoy segura a qué género pertenecía lo que sonaba, pero sí puedo afirmar que mi papá la clasificaría como “música de mina”. Sí, señoras y señores, ese es el padre que me ha tocado en suerte.
El nuevo vecino del dúplex de enfrente sale a la calle. Es rubio, pero ese rubio difícil de encontrar: su pelo es bastante más oscuro que el de un albino, y bastante más claro que el del típico hombre que de niño era rubio platinado, pero que con el tiempo su pelo se fue oscureciendo. Es como un colorado claro, muy claro. Está vestido de negro: tiene un pantalón de jean, chupín, negro; un sweater de cuello en “v”, negro; unas zapatillas de lona, negras. Una remera amarilla que apenas asoma. Se para en la puerta, me mira – extrañado – y mira el piso. Se agacha y empieza a levantar folletos y otros papeles que hay en su vereda. Se mete en su cantero y agarra más basura.  Una vez que limpió, volvió a entrar.
Jorge me saluda efusivamente. Que la familia, que gracias, que las herramientas, que el vidrio del auto… Que qué estoy estudiando. “Un trabajo para la facu”, le respondo sin ahondar mucho en detalles. “Ahh…”, exhala como si estuviese decepcionado. Se da media vuelta, entra al garage y cierra la reja. Parece molesto.
Son las cinco y media de la tarde.  Vuelve a salir el Rubio. Está cambiado: tiene un jean de corte recto color azul, una remera de cuello en “v” gris y unos borcegos marrones. Está loco, hace frío, y él en remera. Cruza la calle en dirección  a mi casa. ¿Me viene a hablar? Se para en el cordón de mi casa mirando hacia la otra vereda, como jugando a hacer equilibrio. Está a unos tres metros míos en diagonal. Se enciende un cigarrillo. Me da la espalda. Se sienta en el cordón. Fuma. Hace frío y fuma. “¿Hola?”, habla por teléfono. No escucho qué dice por el ruido de una moto. “… Sí, sí. Por eso. Bueno, listo. Dale, dale. Gracias. Chau. Chau”. Mira su celular y corta. Sigue fumando un rato más. Se levanta de donde está y se estira un poco. Mira los autos y se dispone a cruzar. Antes de entrar a su casa tira la colilla en su cantero. Me hace acordar a una novela que leí hace poco, que decía “Limpiar está bien, no ensuciar es mejor”[1]



[1] G. Perec, Tentativa de agotar un lugar parisino.

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