lunes, 9 de septiembre de 2013

Cuento: Haciendo propaganda

Haciendo propaganda
Los políticos están cada vez peor, esto fue el colmo.
Dormía plácidamente cuando sonó el despertador más temprano de lo normal. No tenía ganas de levantarme. Diez minutos más. Cerré los ojos dispuesto a dormir los maravillosos diez minutos que me quedaban, pero en cuestión de un segundo volvió a sonar la alarma. Busqué el teléfono debajo de la almohada, acostumbro a ponerlo ahí, pero esa vez no lo encontré. Se había caído al piso y estaba en el lugar más recóndito que pueda existir debajo de una cama. No me quedó otra que levantarme de la cama, tirarme al piso y agarrar el bendito celular para apagar la alarma.
Como me había levantado más temprano, decidí aprovechar ese tiempo para tomar un buen desayuno y hacer un poco de gimnasia, así levantaba el humor. Me duché, me cambié hice la mochila y, como todavía quedaba tiempo, elegí irme en bicicleta, pero antes me descargué un mapa con las bicisendas: le iba a dar una oportunidad al plan de movilidad sustentable. Apenas salí de casa me vi envuelto en el ruido habitual del tráfico de lunes por la mañana, pero preferí no hacerme malasangre por el alboroto: quería disfrutar de mi saludable viaje.
Me subí a la bici y me puse a pedalear. Tomé la bicisenda de Carlos Calvo, que era la más cercana a mi casa. Mientras esquivaba baches y pozos, trataba de no perderle atención a los contenedores en el medio del camino, las motos que usaban la ciclovía como autopista y a los autos que paraban con balizas como si fuera un área de detención.
Luego de una cuantas cuadras, y una vez que hube agarrado el ritmo de la ciudad, miré mi reloj para asegurarme de que las complicaciones que había sufrido no hubieran alterado mi horario de llegada. Tenía tiempo de sobra. Un segundo después, levanté la vista y antes de que me pudiera dar cuenta, pasé por encima de una bolsa de basura que, evidentemente, se había caído por la mala recolección de los residuos. Irónicamente, luego de cerciorarme de que todo estuviese bien, un vidrio me pinchó una goma.
Rápidamente me bajé de la bici y caminé hasta San Juan, la avenida más cercana, para buscar alguna biciletería donde pudiera arreglar la rueda averiada. Al llegar a la avenida, un local de empanadas me hizo recordar que por ahí vivía María, amiga del secundario. Por suerte, y qué buena casualidad, en la planta baja de su edificio había un taller de bicis ¡Una bien! Me encaminé para ese lado. Me dijeron que no pasaba nada, que era un arreglo fácil,  y que podían tenerla lista para esa misma tarde. Les pregunté qué me podía tomar hasta Alem y Corrientes. Me contó que a dos cuadras había un puesto de bicicletas del gobierno, en el cual me prestaban una bici por determinado tiempo. Podría haberme tomado un bondi, pero ya venía con inercia para hacer ejercicio. Le agradecí al señor y me fui corriendo.
En el local me hicieron llenar unos papeles, firmar acá y allá. Llamaron a casa de mis padres para aseverar que era yo y preguntarles algunos datos. Mientras esperaba la confirmación del muchacho de camiseta amarilla, me tome el atrevimiento de agarrar un caramelo del frasco que se encontraba en el mostrador. La envoltura también era amarilla y tenía un triángulo negro. A pesar del motivo del dulce, lo vi apetecible. El hambre me estaba matando, así que lo comí placenteramente. Tenía un gusto indescifrable, pero no estaba mal: un baile de sabores confluyó en mi boca. Al tiempo que recordaba que tenía que ir al trabajo, el muchacho me dio el ok, así que tomé la bicicleta que me correspondía y me fui. Salí del local al grito de “muchas gracias” y volví al ruedo.
Retomé Carlos Calvo hasta San José, donde tuve que desviarme porque estaban arreglando la calle. Era plena hora pico y, sin embargo, no me importó. De hecho, pensé en que la calles gastadas del centro se merecían una reforma para evitar choques e incluso la misma destrucción del automotor, ya que había demasiados baches en esta zona. Ni se me ocurrió pensar en los costos de dicho arreglo ni en el dinero empleado en los mismos, que, dicho sea de paso, podría haber sido destinado a la educación pública, a la salud, etc.
Continué muy cómodamente mi camino. Llegué a la 9 de Julio en un santiamén. Me dispuse a cruzarla ni bien abriera el semáforo, cuando un silbato ensordeció mis oídos: un muchacho uniformado con los mismos colores y motivos que el que me había atendido en el puesto de bicicletas me llamo la atención por haberme detenido sobre la senda peatonal. Desde que se inauguró el Metrobus, la principal avenida de la ciudad había sido copada por la guardia urbana. Pensé en lo bien que estaba que hubiera control en una avenida tan caótica, en lo ordenado y ágil que se había vuelto el tránsito en esta zona, y en el buen mantenimiento de las instalaciones. Claro, no me acordé del presupuesto de las obras, de que significaba la destrucción de un símbolo patrio, de que se habían talado muchísimos árboles para su construcción, ni en que se había pintado la principal avenida porteña de color amarillo, convirtiéndola en más propaganda política.
Seguí mi camino por Tacuarí, pedaleando rápido porque ya se me hacía un poco tarde y no sabía cuánto podían demorar los trámites para la devolución de la bicicleta. Al llegar a México me encuentro con otro desvío por arreglo. Qué suerte que la ciudad esté en proceso de renovación, pensé. Ni se me cruzo por la cabeza recapacitar acerca de que todas esas obras al mismo tiempo y tan desorganizadas podían ser resultado únicamente del mal planeamiento de las mismas, ni en la cantidad de dinero que habían costado, que, por supuesto, era absurdo. En mi cabeza todo era fácil y llano. Ignoraba los detalles que escondían estos trabajos. Resultaba muy cómodo pensar en lo linda que estaba quedando la ciudad. Continué en mi pequeña burbuja hasta llegar a Bouchard y Lavalle, donde hice los trámites correspondientes y dejé la bicicleta sin pagar un peso. Estaba contentísimo.
Una vez que hubo terminado mi jornada de trabajo, llamé a la bicicletería para preguntar si ya estaba arreglada la goma. Me dijeron que recién para las siete de la tarde iba a estar lista, así que decidí pasar a visitar a María, que vivía justo arriba del taller. Me tomé un bondi y fui a su casa. Cuando llegué me recibió con un rico bizcochuelo y unos mates. Nos pusimos al día: hablamos del trabajo, de los amigos, de cine, de política. Lo de siempre. La charla, como acostumbraba, era entretenidísima. En un momento, como se había acabado el agua caliente del mate, María se levantó para calentar un poquito más. Mientras estaba en la cocina, me dijo sobresaltada: “¿Te enteraste de la nueva propaganda del Gobierno? Hicieron unos caramelos que cambian tu opinión política. No sé bien cómo funcionan, pero me parecen totalmente antidemocráticos ¡Es una guachada!”. El recuerdo de esta mañana se me vino automáticamente al cerebro. No lo podría creer. No se puede confiar en nada amarillo y negro, ni siquiera en algo tan dulce como un caramelo. Le pedí que me abra inmediatamente la puerta: tenía que ir ya mismo a reclamar.
Fui al local de Virrey Ceballos y me atendió otro chico de remerita amarilla. Le pregunte cómo podía hacer para revertir urgentemente el efecto. Me dijo que me tenía que dirigir a la sede central, pero que atendía estos casos sólo el primer día hábil de la semana, de diez a quince horas. Le insistí: necesitaba una solución y no podía esperar hasta el lunes siguiente, no podía ser conformista durante siete largos días. Además, ¿quién sabe? Quizás quedan secuelas… o me quema neuronas ¡Capaz se vuelve permanente! No. Me tenía que deshacer del efecto ya.

El muchacho me dijo que él conocía un remedio casero, pero que tenía terminantemente prohibido decírselo a los clientes. Agregó que yo tenía cara “de buen pibe” e incluso insinuó algo como “favor con favor se paga”. No con esas palabras, claro, pero leyendo entre líneas cualquiera llega a la misma conclusión: tenía que soltar un Roca si quería curarme. Hurgué en mi billetera, pero ni hablar del falso prócer. Asomó un Sarmiento, algunos Rosas. Los junté hasta que llegué a los cien pesos. “Cuando llegues a tu casa, toma siete tragos de agua sin respirar, y listo”, me respondió. “¿Como el hipo?” “Exactamente”.

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