Haciendo propaganda
Los
políticos están cada vez peor, esto fue el colmo.
Dormía
plácidamente cuando sonó el despertador más temprano de lo normal. No tenía
ganas de levantarme. Diez minutos más. Cerré los ojos dispuesto a dormir los
maravillosos diez minutos que me quedaban, pero en cuestión de un segundo volvió
a sonar la alarma. Busqué el teléfono debajo de la almohada, acostumbro a
ponerlo ahí, pero esa vez no lo encontré. Se había caído al piso y estaba en el
lugar más recóndito que pueda existir debajo de una cama. No me quedó otra que
levantarme de la cama, tirarme al piso y agarrar el bendito celular para apagar
la alarma.
Como
me había levantado más temprano, decidí aprovechar ese tiempo para tomar un
buen desayuno y hacer un poco de gimnasia, así levantaba el humor. Me duché, me
cambié hice la mochila y, como todavía quedaba tiempo, elegí irme en bicicleta,
pero antes me descargué un mapa con las bicisendas: le iba a dar una
oportunidad al plan de movilidad sustentable. Apenas salí de casa me vi envuelto
en el ruido habitual del tráfico de lunes por la mañana, pero preferí no
hacerme malasangre por el alboroto: quería disfrutar de mi saludable viaje.
Me
subí a la bici y me puse a pedalear. Tomé la bicisenda de Carlos Calvo, que era
la más cercana a mi casa. Mientras esquivaba baches y pozos, trataba de no
perderle atención a los contenedores en el medio del camino, las motos que
usaban la ciclovía como autopista y a los autos que paraban con balizas como si
fuera un área de detención.
Luego
de una cuantas cuadras, y una vez que hube agarrado el ritmo de la ciudad, miré
mi reloj para asegurarme de que las complicaciones que había sufrido no
hubieran alterado mi horario de llegada. Tenía tiempo de sobra. Un segundo
después, levanté la vista y antes de que me pudiera dar cuenta, pasé por encima
de una bolsa de basura que, evidentemente, se había caído por la mala
recolección de los residuos. Irónicamente, luego de cerciorarme de que todo
estuviese bien, un vidrio me pinchó una goma.
Rápidamente
me bajé de la bici y caminé hasta San Juan, la avenida más cercana, para buscar
alguna biciletería donde pudiera arreglar la rueda averiada. Al llegar a la
avenida, un local de empanadas me hizo recordar que por ahí vivía María, amiga
del secundario. Por suerte, y qué buena casualidad, en la planta baja de su
edificio había un taller de bicis ¡Una bien! Me encaminé para ese lado. Me
dijeron que no pasaba nada, que era un arreglo fácil, y que podían tenerla lista para esa misma
tarde. Les pregunté qué me podía tomar hasta Alem y Corrientes. Me contó que a
dos cuadras había un puesto de bicicletas del gobierno, en el cual me prestaban
una bici por determinado tiempo. Podría haberme tomado un bondi, pero ya venía
con inercia para hacer ejercicio. Le agradecí al señor y me fui corriendo.
En
el local me hicieron llenar unos papeles, firmar acá y allá. Llamaron a casa de
mis padres para aseverar que era yo y preguntarles algunos datos. Mientras
esperaba la confirmación del muchacho de camiseta amarilla, me tome el
atrevimiento de agarrar un caramelo del frasco que se encontraba en el
mostrador. La envoltura también era amarilla y tenía un triángulo negro. A
pesar del motivo del dulce, lo vi apetecible. El hambre me estaba matando, así
que lo comí placenteramente. Tenía un gusto indescifrable, pero no estaba mal:
un baile de sabores confluyó en mi boca. Al tiempo que recordaba que tenía que
ir al trabajo, el muchacho me dio el ok, así que tomé la bicicleta que me
correspondía y me fui. Salí del local al grito de “muchas gracias” y volví al
ruedo.
Retomé
Carlos Calvo hasta San José, donde tuve que desviarme porque estaban arreglando
la calle. Era plena hora pico y, sin embargo, no me importó. De hecho, pensé en
que la calles gastadas del centro se merecían una reforma para evitar choques e
incluso la misma destrucción del automotor, ya que había demasiados baches en
esta zona. Ni se me ocurrió pensar en los costos de dicho arreglo ni en el
dinero empleado en los mismos, que, dicho sea de paso, podría haber sido
destinado a la educación pública, a la salud, etc.
Continué
muy cómodamente mi camino. Llegué a la 9 de Julio en un santiamén. Me dispuse a
cruzarla ni bien abriera el semáforo, cuando un silbato ensordeció mis oídos:
un muchacho uniformado con los mismos colores y motivos que el que me había
atendido en el puesto de bicicletas me llamo la atención por haberme detenido sobre
la senda peatonal. Desde que se inauguró el Metrobus, la principal avenida de
la ciudad había sido copada por la guardia urbana. Pensé en lo bien que estaba
que hubiera control en una avenida tan caótica, en lo ordenado y ágil que se
había vuelto el tránsito en esta zona, y en el buen mantenimiento de las
instalaciones. Claro, no me acordé del presupuesto de las obras, de que
significaba la destrucción de un símbolo patrio, de que se habían talado
muchísimos árboles para su construcción, ni en que se había pintado la
principal avenida porteña de color amarillo, convirtiéndola en más propaganda
política.
Seguí
mi camino por Tacuarí, pedaleando rápido porque ya se me hacía un poco tarde y
no sabía cuánto podían demorar los trámites para la devolución de la bicicleta.
Al llegar a México me encuentro con otro desvío por arreglo. Qué suerte que la
ciudad esté en proceso de renovación, pensé. Ni se me cruzo por la cabeza recapacitar
acerca de que todas esas obras al mismo tiempo y tan desorganizadas podían ser
resultado únicamente del mal planeamiento de las mismas, ni en la cantidad de
dinero que habían costado, que, por supuesto, era absurdo. En mi cabeza todo
era fácil y llano. Ignoraba los detalles que escondían estos trabajos.
Resultaba muy cómodo pensar en lo linda que estaba quedando la ciudad. Continué
en mi pequeña burbuja hasta llegar a Bouchard y Lavalle, donde hice los
trámites correspondientes y dejé la bicicleta sin pagar un peso. Estaba
contentísimo.
Una
vez que hubo
terminado mi jornada de trabajo, llamé a la bicicletería para preguntar si ya
estaba arreglada la goma. Me dijeron que recién para las siete de la tarde iba
a estar lista, así que decidí pasar a visitar a María, que vivía justo arriba
del taller. Me tomé un bondi y fui a su casa. Cuando llegué me recibió con un
rico bizcochuelo y unos mates. Nos pusimos al día: hablamos del trabajo, de los
amigos, de cine, de política. Lo de siempre. La charla, como acostumbraba, era
entretenidísima. En un momento, como se había acabado el agua caliente del
mate, María se levantó para calentar un poquito más. Mientras estaba en la
cocina, me dijo sobresaltada: “¿Te enteraste de
la nueva propaganda del Gobierno? Hicieron unos caramelos que cambian tu opinión
política. No sé bien cómo funcionan, pero me parecen totalmente
antidemocráticos ¡Es una guachada!”. El recuerdo de esta mañana se me vino
automáticamente al cerebro. No lo podría creer. No se puede confiar en nada
amarillo y negro, ni siquiera en algo tan dulce como un caramelo. Le pedí que me
abra inmediatamente la puerta: tenía que ir ya mismo a reclamar.
Fui
al local de Virrey Ceballos y me atendió otro chico de remerita amarilla. Le
pregunte cómo podía hacer para revertir urgentemente el efecto. Me dijo que me
tenía que dirigir a la sede central, pero que atendía estos casos sólo el primer día hábil de la semana, de diez a quince
horas. Le insistí: necesitaba una solución y no podía esperar hasta el lunes
siguiente, no podía ser conformista durante siete largos días. Además, ¿quién
sabe? Quizás quedan secuelas… o me quema neuronas ¡Capaz se vuelve permanente!
No. Me tenía que deshacer del efecto ya.
El
muchacho me dijo que él conocía un remedio casero, pero que tenía
terminantemente prohibido decírselo a los clientes. Agregó que yo tenía cara
“de buen pibe” e incluso insinuó algo como “favor con favor se paga”. No con
esas palabras, claro, pero leyendo entre líneas cualquiera llega a la misma
conclusión: tenía que soltar un Roca si quería curarme. Hurgué en mi billetera,
pero ni hablar del falso prócer. Asomó un Sarmiento, algunos Rosas. Los junté
hasta que llegué a los cien pesos. “Cuando llegues a tu casa, toma siete tragos
de agua sin respirar, y listo”, me respondió. “¿Como el hipo?” “Exactamente”.
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